"Porque tuvo por capricho la tarde ser la alegría de los humildes, de un torero honrado como Paco Ureña -honrado en término mayúsculo, que es mucho-"
Venía a La Glorieta con la mochila cargada de versos y a romperme la camisa con Morante, el de las camisas imposibles y el teorema de las pipas de Facundo, los antis y los toreros, el toro dijo al morir, el genio siempre. Porque cuando Morante torea no se cuenta, no se escribe: se guarda silencio y después se canta, o se reza, primero despacio, a compás, hacia adentro, y después con la voz rota y con el alma rota para que se entere el mundo de su grandeza.
Porque cuando Morante torea no se cuenta; se canta y se hacen versos, y se hace más pequeña la tierra y más infinito el tiempo, como si no hubiese un más allá. Pero hoy apenas brotó el cántico entre tanto silencio y tan poca sustancia. Hoy el verso tenía el pie quebrado, rima asonante y muda, la rima imposible de un abreplaza inválido, tan imposible como el propio verso, y dos verónicas eternas, tan despacito, el mentón hincado en el pecho, y dos naturales apenas, solo dos, destellos de muchos quilates en el cuarto, de ese toreo de cante grande que quedó finalmente escondido junto a mis versos en la mochila muriéndose antes de ser.
Venía el verso de pie quebrado y luto, seda y luto, luto y azabache y poco más, la muleta leve y el trazo hermoso sin apreturas, y miles de bocas con la sed y el mordisco en los labios a punto de ser, la manzana y la carne, la manzana y el pecado, y el árbol sin frutos en la tarde quebrada, en los toros del Puerto sin médula, que eran pero no eran, que se quedaban a medio pase, que quisieron y no pudieron o simplemente no pudieron y dejaron la rima expectante de los tendidos, de las tardes de runrún y gente guapa, en poesía vacía de versos a pesar de los anhelos y los deseos. Manzanares luto y luto, sin alegrías y sin espada, Manzanares luto y silencio sin romper, el pie quebrado del verso, la tarde de las figuras quebrada.
Porque tuvo por capricho la tarde ser la alegría de los humildes, de un torero honrado como Paco Ureña ?honrado en término mayúsculo, que es mucho-, que supo aprovechar la nobleza del tercero, ceñidas las chicuelinas, asentados en los medios los estatuarios de inicio, el trazo largo con la diestra para encajarse al final entre sus pitones, valiente y sincero y sin guardarse nada, apostando su alegría en los aceros y la alegría de una plaza entregada y sensible con ese llamar a las puertas. La alegría de una oreja, la única; la alegría de los humildes a quienes nadie les regala nada.
Pero la alegría habita en el filo de la espada, que fue la llave y el candado de una posible puerta grande con el que cerraba la tarde, que pedía quizá otra distancia, otro ritmo, otro verso más cadencioso para rematar las estrofas más emotivos del torero, que pecó de ganas y cercanías pero escribió el pasaje más bello que puede redactar un hombre en la arena, desnudo, sin mentiras ni trampas: el soneto de los latidos, la alegría de los humildes en la tarde sin versos.