En algunos (pocos) espacios informativos, y arrinconada en la sección deportiva, la noticia de una joven española, árbitro de fútbol, que decide dejar de realizar esa actividad por no poder soportar los continuos insultos y amenazas de los espectadores, pasa como de puntillas y sin hacer el mínimo ruido en el tráfago de un verano especialmente brutal en lo que atañe a la expresión del machismo. La joven habla con el periodista -que, por cierto, se dirige a ella con la insana curiosidad y la paternal expresión de suficiencia de quien muestra al televidente la prueba de un hecho extraordinario-, y detalla la expresión de los insultos que durante meses ha tenido que soportar en los campos de juego, todos caracterizados por ese aire de superioridad y esa verborrea ignorante que el machismo ejerce para reafirmar su propia estupidez y también, se lamenta la árbitro frustrada, que en muchas ocasiones esos insultos son pronunciados, gritados o escupidos con más crueldad, sevicia y desprecio si cabe por, ¡ay!, voces femeninas.
Como tampoco al alcoholismo, la crueldad cotidiana o la falta de responsabilidad individual, un profundísimo problema de mala educación hace que ninguna atención se preste en este país al machismo, la grave enfermedad social y educativa que es causa de gran número de los más importantes problemas de la convivencia, y que, en cada ocasión en que se manifiesta con especial notoriedad, como éste de la joven árbitro (que parece anecdótico) o cada uno de los crímenes machistas que continuamente empobrecen nuestra dignidad (efectos ambos de la misma causa), es tratado informativamente como asunto extraordinario, inusual o inusitado, cuando la verdad es que la realidad que los subyace y provoca es la expresión absoluta de una cotidianidad específicamente española, machista hasta decir basta, podrida hasta la médula en cuestión de igualdad, respeto y fraternidad, misógina en todo lo que define su identidad ?tradiciones, religiosidad, costumbres, escalafones, hábitos, rituales, festejos, dignidades, trabajo...-; es el machismo más puro, el más execrable, asqueroso y cruel por estar institucionalizado socialmente; es el desprecio absoluto a la igualdad entre sexos, el menosprecio permanente a lo femenino, a la femineidad y a la misma mujer en su individualidad. Es el machismo ruin, el más mezquino y fatuo, tolerado y promovido por instituciones con todo tipo de absurdas permisividades, fórmulas y rituales, conservado y remachado con las mal llamadas tradiciones que condenan a la mujer a la complementariedad del macho, que la arrumban a lo supletorio del hombre y la consagran en lo accesorio de la masculinidad contando, además, con cierta instancia de lo que algunos columnistas provincianos o locutores de campanillas llaman caballerosidad o galantería, que es la más zafia expresión de la vileza porque persigue idéntico desprecio. Es, también, el machismo de la negativa a las discriminaciones positivas, que enarbolado como argumento una falsa igualdad consagran la desigualdad, la indignidad, el maltrato social, el germen de la posesión, la intransigencia y el crimen; el mismo machismo que seguirá alimentando esos rebuznos humanos que desde la grada insultan, escupen, vociferan, consiguen ?y seguirán consiguiendo- que una joven árbitro pierda al tiempo la ilusión por su oficio y el respeto a su país.
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