Este sábado comienza una nueva andadura de la selección española de baloncesto. Será el octavo Eurobasket para los supervivientes de la Generación del 80, la encabezada por Raúl López, Felipe Reyes, Pau Gasol y Juan Carlos Navarro (de izquierda a derecha en la fotografía) y a la que los buenos aficionados recordaremos como si de la del 98 o 27 se tratase. Juntos ganaron el Europeo junior de 1998 y el Campeonato del Mundo, también junior, de 1999 y, con la ayuda de compañeros de otras edades, toda una panoplia de medallas en torneos absolutos entre la que destacan el oro en el Mundial de 2006, el de los Europeos de 2009 y 2011 y las dos platas olímpicas en las que consiguieron llevar al límite al combinado de estrellas estadounidense.
Han pasado dieciséis años desde aquel julio lisboeta. Dieciséis años en los que muchos hemos crecido al paso de sus quijotescas aventuras. Porque era empresa digna de Don Quijote el soñar con lo que han conseguido muchos de ellos, también a nivel de club: soñar con jugar en la NBA y, mucho más aún, hacerlo con ser All Star o campeón. Ahora, todos nosotros, Sanchos enloquecidos ante lo que han visto nuestros ojos, nos lamentamos, únicamente, porque al final del camino no habrá ínsula, reino o señorío para el baloncesto español. Disfrutamos el camino, claro, pero hemos despertado y nos encontramos pesarosos porque solo fue eso, un camino que desembocó en la misma yerma llanura de la que un día partiera.
Puede que la coincidencia con otros logros históricos de nuestro deporte, principalmente los de la selección de fútbol, haya afectado negativamente al impacto que, en buena lógica, debería haber generado este combinado irrepetible en la cultura polideportiva de nuestro país. La fábrica de talentos, a consecuencia de la crisis y de los cambios demográficos y sociológicos, entre otras muchas razones, ha visto mermada su productividad y, por otra parte, las audiencias de las principales ligas, quizá también por la cuestionable difusión del producto, se mueven en cifras más pobres de las que se registraban al inicio de este período victorioso de nuestra selección.
Nada tiene que ver, salvo en el talento que ambas comparten, esta excelsa generación con aquella de escritores americanos afincados en París durante la década de los 20 y que Gertrude Stain calificara en un momento de irritación como de "perdida" por lo disoluto de sus vidas; unas vidas entregadas al arte, al alcohol y a las noches parisinas. Si acaso es perdida esta generación no lo es por su comportamiento, intachable dentro y fuera de las canchas, sino por la discutible labor institucional y por el polvo que cubre los ojos de aficionados reticentes a descubrir nuevas experiencias y fórmulas deportivas que se alejen de lo mamado desde chicos, de ese fútbol tan rudimentario como enclavado en nuestra infancia, aquella en la que las canastas aún nos quedaban demasiado altas.
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