Cuentan que desde hace tiempo un pleito irresoluble hace temblar los cimientos del Olimpo. Los dioses, mucho más alterados que antaño, cuando se ocupaban sólo de las minucias de la guerra de Troya, discuten sin cesar con argumentos caprichosos y mueven sus hilos eternos para manejar las voluntades humanas según su particular conveniencia. Como siempre, buscan influir con insistencia en el mundo terreno, por mucho que las mujeres y los hombres les crean ya muertos y enterrados, y aún así algunos de ellos se han visto envueltos en un conflicto sin tino y sin tasa, que no es más que reflejo pálido de batallas divinas de mayor crudeza y de terribles consecuencias.
El caso es que empiezan a sonar los violines, muy suavemente. Mejor sería decir inaudiblemente. Compases casi inútiles, si no fuera porque sirven para que el auditorio aguce el oído y así se ve enseguida recompensado por una melodía subyugante que aumenta su intensidad hasta envolver toda la sala de conciertos. Música seria que lleva el nervio de su creador hasta un tutti embriagador, mientras los tres solistas esperan su turno, para entrar luego en una armónica discusión cuando calla la orquesta y el cello inicia su rasgueo sobrio y elegante, entra el violín al poco robándole el protagonismo y, por último, se hace presente el piano con las mismas notas, que a su vez son contestadas por la orquesta entera. Y así sigue adelante el allegro, en una sucesión de diálogos fugaces en que se van pisando las frases, etéreas pero firmes.
El director de la orquesta recibe directa inspiración divina en estos conciertos de verano ante la aristocracia vienesa, como la recibió en su día el músico creador, pese a ver ya entonces castigada su genialidad por una incipiente sordera, fruto de cierto proteccionismo olímpico por el que no se quería que hubiera más dioses de los que ya lo son. Algunos de ellos pensaron que Zeus se había pasado regalando virtudes musicales y decidieron compensar la perfección con dificultades extremas para un autor infatigable que aún así supo vencerlas pasmosamente.
Mientras tanto en un colegio cercano se apagan ya las luces, después de que un grupo de músicos aficionados ha perpetrado un amago de concierto, que se ha saldado con insultos e improperios en todas direcciones. El programa en sí no estaba mal: ha culminado con un concierto para clarinete que se hubiera dejado tocar, si los nervios no hubieran estado tan a flor de piel y el solista no se hubiera comido la mitad de las notas de su partitura. Claro que notas había muchas, pero el equilibrio entre todos presuponía que se hubiese respetado lo que estaba escrito, cada cual con su papel para que la música, juguetona a ratos, y premonitoriamente triste en otros, hubiera fluido en limpios acordes.
El director, con una rubia y cuidada barba germánica, no ha tenido esta tarde el favor del más allá. Sus errados fervores mozartianos no se han visto recompensados por una ejecución a la altura de las circunstancias, aunque se tratara de un encuentro como era de esperar, sin pretensiones, con el solo fin de mostrar a los padres vieneses los progresos de sus estudiantes con un repertorio fácil y digerible.
Pero hasta los más despistados músicos tienen en la morada de los dioses sus apoyos recalcitrantes, y así se vive en las cumbres otro episodio más de esta pelea interminable sobre quién es el compositor máximo, el más inspirado de cuantos han pretendido acercarse a la condición divina a través de las corcheas y las semifusas.
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