No he abrazado a autores porque tuvieran ciertas virtudes o congenialidades; los he hallado por obra de la fortuna, y sus virtudes han aparecido entonces. El lector intermitente y errático, el lector que lee por curiosidad, impulso o vicio y no por profesión, suele toparse con este tipo de sorpresas felices e inexplicables. Por más que digan los psicosociólogos, en los contactos humanos no existen leyes: no hablo únicamente de la relación autor-lector, sino de todas. Como químico, siendo experto en las afinidades entre elementos, me siento un inútil ante las afinidades entre individuos. En este terreno, todo es verdaderamente posible; basta pensar en ciertos matrimonios improbables y duraderos, en ciertas amistades asimétricas y fecundas.
En este verano septentrional y desde el lugar donde paso mis días, lo que más echo en falta son las nubes; este cielo azul, sin mácula casi a diario, parece empeñado en querer acabar conmigo, solo me salvan esos amaneceres cargados de misterio (¡salud! Saza), y el desplome del sol, perfilando formas, que parecen convocar al genial Giacometti.
Esas nubes, que recoge por estos lares en fantásticas cosechas fotográficas el hacedor de instantes Victorino García Calderón, y que, como suele ocurrirme a menudo, encuentran afinidades (desconozco si selectivas) en un volumen del escritor y poeta J. W. Goethe que descubrí casualmente el otro día en la biblioteca.
Con el nunca mejor traído título de El juego de las nubes, el libro guarda una serie de anotaciones en forma de diario sobre cirros, estratos, nimbos y cúmulos: Debido a su naturaleza, los cúmulos pueden verse principalmente flotando en una región intermedia: un montón de ellos pasan uno tras otro en largas filas, por arriba recortados, en el centro rechonchos, abajo rectos, como si se apoyaran sobre una capa de aire. [?] Vimos cómo estas formas pasaban en toda su variedad por el semicírculo del cielo de poniente, hasta que la capa inferior de nubes, más pesada, atraída por la tierra, se vio obligada a descender en franjas de lluvia.
Suma también algunos poemas en torno a las citadas tipologías de nubes, e ilustraciones del autor sobre este fenómeno atmosférico, y se viene a cerrar con un pequeño Ensayo de Meteorología que principia del siguiente modo: Lo verdadero, lo idéntico a los dioses, no se puede reconocer jamás directamente, sólo lo vemos en su reflejo, en su modelo, en su símbolo, en manifestaciones aisladas y relacionadas con ello; nos percatamos de su existencia como de la de una vida que nos resulta incomprensible y no podemos, por tanto, renunciar al deseo de comprenderlo a pesar de todo.
Lo curioso del libro, lo que quizá pueda sorprender a más de un lector del poeta romántico, son sus intereses científicos, haciendo asomar este otro perfil del autor, quizá menos conocido pero sin duda sugerente, que nos muestra cómo los seres humanos estamos conformados por deseos de muy diferente tipología.
Pero las nubes tienen también otros quehaceres, como son dar pie a metáforas, símiles o alegorías con su presencia siempre cambiante. Y consiguen hacer hablar con rotunda significación a esas que nos nublan la vista, o aquellas otras, desgraciadamente tan poco frecuentes, que nos hacen estar como en una nube, sin olvidar la de presencia más prosaica, pero de innegable utilidad, como la computación en la nube.
Comentábamos su escasa presencia material por estas tierras aunque, por otro lado, su omnipresencia es un tropo universal, como puede comprobarse en la película de Felipe Vega (¿qué habrá sido de este director?), Nubes de verano, donde el encuentro entre una serie de parejas durante ese tiempo, aparentemente estanco y tranquilo del estío, crea una cierta zozobra en sus relaciones, consecuencia, quizá, de la inestabilidad de los sentimientos, el desgaste por el paso del tiempo, junto a las expansión de los deseos y la frontera, siempre sinuosa, entre las certezas y las dudas.
Bajo una trama que pudiera quedarse en un mero enredo banal de mentiras y engaños, si no intuyéramos la mirada del maestro Éric Rohmer, asistimos al sutil combate que enfrenta siempre a la realidad y al deseo, intentando inútilmente precisar su contorno, olvidando que las dos nos construyen, llevándonos de la mano.
Este juego de relaciones al que suelo invitarles últimamente, me lleva sin explicación posible, como nos recuerda el enorme autor italiano que principia este escrito, a la obra de una salmantina de nacimiento, Carmen Martín Gaite, que pasó entre nosotros su infancia y parte de su juventud, y mantuvo con esta ciudad una relación de amor-odio, según sus propias palabras (cuestión esta que, por otro lado, nos acontece a menudo al común de los mortales).
Una ligera brisa me acerca a su novela Nubosidad variable, que nos relata el reencuentro casual de dos amigas de infancia y juventud, que se concreta en la promesa de escribirse, con el deseo de intentar reconstruir (¿reconstruirse?) su amistad.
Es la historia de dos escrituras, la de Mariana y Sofía, que como dos nubes que alteran continuamente su perfil en la bóveda azulada, modificando su presencia, su corporeidad, se juntan y separan, se mezclan. Su geometría es variable como la de las nubes que representan.
Aunque se convocan muchos temas en esta novela, como ese juego de espejos, esa necesidad de (re)conocerse de las dos protagonistas; la presencia del cine y la literatura como terapia y bálsamo para contar y contarse, al igual que una nueva historia de Sherezade.
La cita que inicia la novela, a cargo de otra grande que ahonda también en la llamada literatura de sentimientos (cuál no lo es) Natalia Ginzburg (no dejen escapar su libro Las pequeñas virtudes), creo que deja claro las intenciones de la autora respecto a su texto: Cuando he escrito novelas siempre he tenido la sensación de encontrarme en las manos con añicos de espejo, y sin embargo conservaba la esperanza de acabar por recomponer el espejo entero. No lo logré nunca, y a medida que he seguido escribiendo, más se ha ido alejando la esperanza. Esta vez, ya desde el principio no esperaba nada. El espejo estaba roto y sabía que pegar los fragmentos era imposible. Que nunca iba a alcanzar el don de tener ante mí un espejo entero.
Pero quizá con lo que me siento más hermanado en este singular texto, tiene que ver con esa necesidad de seguir intentando explicarse, entender, ofrecer sentido al hecho de estar vivo, utilizando todos los resortes que están en nuestras manos: Siempre me ha gustado tumbarme mirando al techo, es mi preparación para soñar, para calmarme o para decidir cualquier cosa. Y cuanto más espacio medie entre los ojos y la tapia contra la que se estrellan, más libre es el viaje del pensamiento, más sorpresas puede dar, escribe Martín-Gaite.
No vendría mal que ese espacio que media entre nosotros y la barrera azul fuera de nubes.
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