Siempre intento defenderles cuando alguien se queja de sus apresuramientos en las glorietas o de sus aventurados cambios de carril. Ser nieto de conductor de autobús urbano, aunque ya se jubilara hace más de veinte años, imprime carácter. Quizá por eso me quedé tan decepcionado la otra tarde.
Domingo 5 de julio. 18:20 h. Mi mujer y yo, con el niño en su carrito, aguardamos el autobús de la línea 12 en la marquesina del Paseo del Rollo, frente al colegio de las Esclavas en la acera contraria, dirección Barrio Blanco. Pasa el de la línea 4 y con la mano indicamos al conductor que no se detenga por nosotros, a lo que corresponde con un gesto de gratitud. Al poco vemos que se aproxima el 12 y nos vamos acercando a la calzada, yo orientado a la puerta delantera, mi mujer a la del medio para subir con el carrito. El autobús no para justo a la altura de la marquesina sino un poco más allá. Contra la puerta delantera, la espalda de una pasajera (sólo dos viajeros más había), que se aparta al abrirse. Me dirijo al conductor rogándole que incline el vehículo para facilitar el acceso del carrito, a lo que me responde: "Hay que avisar de que se quiere subir". Argumento que nos hemos acercado a la calzada con ademán de querer tomar el autobús, mientras saco un billete de diez euros junto a la tarjeta, para recargarla. Mi mujer ya ha subido al autobús, sin que éste haya sido inclinado para facilitar la maniobra. El conductor sigue diciendo que "son las normas", parece señalarlas en algún cartel situado junto a su asiento, y aclara que él no las decide, pero que "hay que avisar si se quiere subir". Mientras pago con la tarjeta manifiesto mi perplejidad, le digo que en los tiempos de mi abuelo esto no pasaba, y busco un asiento junto al lugar donde se colocan los carritos, en el que ya está mi mujer, a la que le cuento la historia. El conductor ya ha arrancado cuando prosigue explicando que "estamos en un mundo con normas". Al poco se olvida de nosotros y retoma su animada charla con la pasajera situada de pie junto a la puerta delantera, en el lugar más inseguro del vehículo. Esa norma no la deben tener escrita.
La siguiente parada es en la calle Pontevedra. Suben tres o cuatro pasajeros, sin avisar de que iban a subir, entre ellos un carrito al que tampoco se le facilita la maniobra. La pasajera-copiloto deja pasar y vuelve a su sitio. Pasan unos minutos y nos bajamos en el paseo de Torres Villarroel, a tiempo de remontar junto a unos amigos una calurosa tarde de domingo.
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