Desde hace mucho tiempo y cuyas raíces se entroncan en la Revolución Francesa, sabemos que en los modernos Estados de Derecho existe una separación entre Iglesia y Estado, al menos formalmente, porque en la práctica todavía aparecen indisolublemente asociadas. El ejemplo más paradigmático y próximo en el tiempo se plasma en muchas tomas de posesión de cargos públicos elegidos democráticamente por sufragio universal. El sábado pasado en la constitución de los ayuntamientos aún se veían imágenes de lugares en los que aparecía el crucifijo al lado de la Constitución Española donde los concejales electos "juraban o prometían" su cargo. Y esa es otra, lo de "jurar" o "prometer". Es curioso, pero en la práctica parece que los cargos públicos de partidos conservadores suelen utilizar el "jurar", que tiene una reminiscencia más teocrática de origen divino y los de los partidos progresistas suelen adherirse más al "prometer", que hunde sus raíces en los principios y valores de un Estado civil. Desde luego en este análisis no incluyo a los países de corte islámica, porque en éstos, por desgracia, en Estado de Derecho brilla por su ausencia y no hay ni siquiera formalmente una separación entre la Iglesia y el Estado.
En esta cuestión tiene mucho que ver la jerarquía eclesiástica y dentro de ella la postura del Papa es importantísima. La Iglesia Católica ha ido dando bandazos entre las posiciones más conservadoras (las tradicionales del nacional catolicismo) y las más aperturistas (fruto del Concilio Vaticano II). El Papa Bergoglio está demostrando ser un buen ejemplo de esa apertura de la Iglesia a la sociedad moderna, que debe ser plural, tolerante y democrática. Si de algo puede presumir el Papa Francisco es de poseer un carisma ejemplar y de remangarse para discutir sobre los problemas sociales. Desde las críticas al capitalismo feroz y a las desigualdades, hasta la comprensión y el apoyo a los homosexuales: "¿quién soy yo para juzgarlos?", que dijo en su día, hasta la más reciente Encíclica sobre la ecología, en la que reflexiona sobre la sobreexplotación del planeta y lo vincula a la pobreza y a la desigualdad y critica a las grandes empresas y a los gobiernos porque con sus actuaciones están provocando un cambio climático y el calentamiento del planeta. Con ello, lo que pretende no es sólo darle un tirón de orejas a los regidores del mundo y a los empresarios, sino también despertar las conciencias de los ciudadanos para que exijan y reivindiquen un cambio de rumbo de la sociedad moderna, porque (y coincido con él), de lo contrario, acabaremos con el planeta en muy pocos años.
Un ejemplo de esta deriva ecológica es la proliferación de pesticidas, herbicidas y fertilizantes en las explotaciones agrícolas y ganaderas. Los poderes públicos pasan de puntillas sobre estos problemas. Sabemos que se está abusando de estos productos (también en nuestra provincia) y ni los ayuntamientos ni los gobiernos provinciales y regionales hacen nada por evitarlo o, al menos, regularlo, controlarlo y supervisarlo. Y la relación entre los abusos de estos productos y algunas enfermedades graves es algo que la ciencia médica está demostrando con sus últimas investigaciones.
Por tanto, esta Encíclica de Bergoglio sobre la ecología no debe pasar desapercibida y es una demostración de la preocupación del Papa por el futuro de nuestra sociedad. A años luz se encuentran nuestros Cardenales. Resulta patético que Antonio Cañizares, Arzobispo de Valencia, enmiende al Papa diciendo que "la homosexualidad, el aborto y la ideología de género son absolutamente incompatibles con la ecología porque van en contra de la naturaleza".
Con Prelados así, lejos de avanzar y reivindicar el progreso y la modernidad, descendemos a los tiempos más oscuros, aquéllos en los que las sotanas presidían los Consejos de Ministros y legislaban, regulando materias que sólo corresponden al Poder civil, democrático y constitucional respetuoso con un Estado de Derecho en el que la Iglesia y el Estado deben estar inexorablemente separados.
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