Cómplices de la barbarie

Con la ya tediosa costumbre que la prensa española ha adquirido de ser pueril, de nuevo sin pena ni gloria ha pasado por las volátiles rotativas ?que ya sé que ya no existen- y por los triviales telediarios ?a punto de no existir-, ligera y sin apenas espacio, la escalofriante noticia de que Arabia Saudí ha superado, ya en el mes de mayo, el número de decapitaciones de condenados que sumó en todo el año pasado. Y con la misma atención, es decir, ninguna, la noticia de la última inyección letal aplicada a un condenado en Estados Unidos, o el penúltimo fusilamiento en China o ahorcamiento en...

El hecho de que exista todavía la pena de muerte en los códigos de muchos países, y que siga aplicándose, es tan detestable como la desatención con que en otros países, como el nuestro, se contempla semejante aberración, sobre todo en cuanto afecta tanto a la información sobre las ejecuciones como a la absoluta pasividad de las cancillerías, ministerios, gabinetes, portavoces y gobiernos del resto del mundo.

Cuando los intereses económicos de la pomposamente autodenominada 'comunidad internacional' se han visto amenazados un solo milímetro, las ampulosas llamadas a la 'defensa de la democracia', la' salvaguarda de los derechos humanos' o la 'protección de la sociedad civil' se han utilizado como muletillas para justificar (?) invasiones, ocupaciones, declaraciones de guerra o directamente intromisiones homicidas en países enteros, algunos de los cuales (véanse Libia, Irak, Siria y muchos otros) han sido sometidos a sistemáticos ataques y planeadas devastaciones que han hundido a sus supervivientes en el dolor y la desesperación. Ni uno solo de esos argumentos, pero tampoco un solo gesto ni un reproche han salido de la boca de los dueños de los cañones, tan atentos siempre a las plusvalías, para condenar el asesinato repetido, sistemático, indigno, amoral e inhumano que supone la existencia de la condena a muerte en cualquier texto legal de cualquier comunidad que se llame civilizada.

Los conocidos argumentos contra la pena de muerte, tan lógicos como innumerables y tan comprensibles como el mismo concepto de humanidad, y que de tan obvios no repetiré, no forman parte, sin embargo, de ninguna de las pretenciosas declaraciones que suceden a las fotos de cumbres, reuniones, foros y encuentros internacionales que tantas fotos bucólicas de grupo sonriente nos procuran. Apelar a la diplomacia o a la soberanía interna de cada país para no condenar la pena de muerte, abarata hasta lo despreciable tanto la diplomacia como la soberanía interna y, por supuesto, a quienes las confunden con el silencio bovino. Pero también nos abarata a todos nosotros que lo toleramos; nos hace responsables a los ciudadanos de los países que, aunque hayamos conseguido eliminar de nuestros textos legales tan putrefacta perversión, no hemos sido aún capaces de elegir unos representantes con la suficiente estatura ética y principios morales para oponerse abiertamente a la pena de muerte en cualquier lugar del mundo y luchar por su eliminación. Esa es la honestidad moral que deberíamos seguir buscando en los programas electorales, en las promesas de regeneración y hasta en los pactos, para evitar la hedionda permanencia de la pena de muerte.