Mientras están siendo detenidos por corrupción bastantes miembros de la FIFA, acusados de amañar las concesiones de sedes de eventos futbolísticos, y al tiempo que, en España, una bochornosa falta de planificación y capacidad de gestión provoca que el partido final de la Copa se juegue en el campo de uno de los contendientes; a la vez que siguen produciéndose en este país comparecencias judiciales de jugadores y directivos de varios equipos acusados de manipular los resultados de partidos de fútbol, y observadas las puñaladas que provoca entre instituciones y cargos la rebatiña de los derechos televisivos del fútbol y el reparto de las subvenciones públicas; y mientras siguen cumpliendo condena presidentes y directivos del fútbol confesos de manipulación, fraude, engaño y robo, y la justicia acecha a otros, y a jugadores y representantes, con graves acusaciones relacionadas con la gestión de equipos, fichas, sueldos, impuestos o ilegales beneficios, la mayor preocupación de las autoridades deportivas de este país es que los aficionados silben cuando suene el himno nacional en el Camp Nou, este sábado en la final de Copa.
El alejamiento de quien esto firma de las trastiendas futbolísticas y sus miserias, que no impide un (sé que incomprensible y a veces hasta absurdo) gusto por el buen fútbol, no es razón para inhabilitarlo si quiere juzgar el lamentable espectáculo que la gestión del fútbol ofrece en España. Porque desde la permanencia de individuos en cargos a todas luces inadecuadamente desempeñados, hasta la inocultable hediondez de la catadura moral y personal de algunos presidentes, directivos y hasta jugadores, pasando por el machismo, la homofobia, la innegable misoginia y una fétida endogamia que repele cualquier sensibilidad, hay que decir bien alto que el fútbol español se ha convertido en una papilla que puede adivinarse de opacos intereses y turbios manejos, en absoluto relacionada con la limpieza deportiva que cabría suponérsele, sostenida también por clanes, círculos y seudomafias (y sin el prefijo) de aficionados radicales descerebrados, convenientemente alimentados por los mismos clubes, además de tolerados por unas aficiones tan ingenuas como ésta de la que adolece, para su vergüenza, quien esto escribe.
Habría de concluirse así que, si la gran preocupación de los responsables deportivos gubernamentales (encabezados por los ínclitos ministros de Deporte y de Interior) son los pitos que pueda recibir en un campo de fútbol la interpretación musical del himno nacional, la mejor conclusión que los verdaderos aficionados al fútbol podrían extraer de tal grotesca preocupación, sería la convicción de que esos responsables (acompañados de muchos presidentes, representantes, voceros y algunos jugadores) se vayan, pronto, a su casa. Tal vez así, todo mejoraría.
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