Los malos

Antes, en etapas antiguas de mi propia vida, sí que conocía claramente cuáles eran buenos y cuáles malos (sobre todo en películas que disfruté de adolescente), según parámetros de valoración entonces al uso. Ahora no lo sé muy bien. La diferenciación era bien notoria en aquellos tiempos. Demasiado simple quizás. Y era fácil poner cara a los de uno y otro bando. En el mundo actual todo parece mucho más turbio, más revuelto, hasta los propios valores para calificar algo. Y cualquier distinción es mucho más complicada.

No sé bien ahora mismo si los nacionalistas acérrimos que me excluyen, los que hurtan a espuertas mi dinero y mi confianza, el gobierno que me baja el sueldo o me quita el trabajo, el individuo que me ha rozado el coche con malos modos, el guardia que me puso la multa injustamente, o los dueños del perro que meó encima, son los malos de mi particular película. Desde luego que esos no son mis amigos, los buenos, pero tampoco creo sean los malos. Sin embargo un islamista vestido de negro que degüella a un occidental ante la cámara entre palabrería ininteligible, sí que parece el malo. Bien malo. Y con ese sí me atrevo a reclamar que venga el nuevo séptimo de caballería (americano naturalmente) y se lo lleve por delante. Ese sí me da pavor, como en mis películas de adolescente. Pero, aparte de eso, poco más. Alguno de los otros asesinos sueltos o ya encarcelados.

Quisiera ver bondad en casi todos, pero tampoco soy capaz de ello. Conozco a pocos buenos de verdad (si pienso mucho, a lo mejor, dos o tres). Pero tampoco malos. Y ese es un problema. Y deberá ser acaso la tremenda ambigüedad de los valores de ahora (que tanto sirven para un descosido o un roto). O mi propia duda existencial en la que me dejo sumergir tan a menudo. Sin duda es un problema más para posicionarme con firmeza y simpatizar con alguien que merezca la pena y la total confianza. Claro que (pienso yo honradamente) los demás también lo llevan crudo conmigo. Y en esas estamos.