En unas jornadas o asamblea de delegados diocesanos de misiones que celebramos en Madrid en esta se
mana, el periodista Fernando de Haro nos ha ilustrado sobre el estado de persecución religiosa de diversos grupos cristianos en amplios países de predominio islámico por sus gobiernos o por grupos revolucionarios que buscan hacerse con el poder y exterminar todo lo que huela a cultura de occidente o a profesión cristiana. De la primavera árabe no queda ya prácticamente nada.
Pero quizá estas situaciones puedan llevarnos a la satisfacción de encontrarnos en un país democrático, con todas las limitaciones y peros que queramos señalar. Esta situación de libertad democrática se deja ver más específicamente en un año electoral como el que estamos viviendo en España, particularmente en estos días en que nos preparamos para acudir a las urnas y elegir a los alcaldes, ayuntamientos, diputaciones, presidentes y diputados de nuestras comunidades autónomas.
Es verdad que la celebración de elecciones democráticas no garantiza la democracia general de un país, si después no hay una participación permanente y una vigilancia continua para que los partidos políticos y las personas presentadas en las elecciones a tales cargos no se sigue viviendo con acciones, actitudes y gestos vigilantes acerca de cómo nuestros dirigentes llevan a cabo el encargo de las responsabilidades para las que los hemos elegido.
En un país con aspiraciones democráticas como el nuestro, la participación en unas elecciones lleva consigo unas jornadas prácticamente de carácter festivo, y como una fiesta hemos de vivirlas. Los actos preparatorios de las elecciones vienen a ser una especie de celebración ritual, que honra y da relieve a cada grupo social o partido político, como si se tratase de celebraciones de carácter religioso de las más enraizadas tradiciones.
Por mucho que unas elecciones tan continuadas como las que concurren en España en el presente año, son de un costo económico considerable, y habríamos de reducirlas al menor número posible de concurrencia a las urnas, con tal de que sea suficiente. Pero, en todo caso, no deja de ser una fiesta y como tal hemos de celebrarla. Si es posible con la participación de todos, aunque sean de diversa procedencia o profesión ideológica o partidaria. La fiesta democrática nos afecta a todos y entre todos la tenemos que vivir.
Los cristianos celebramos el próximo domingo la fiesta de Pentecostés, un día que culmina los cincuenta días de la Pascua y que conmemora la entrega que Jesús hizo a sus discípulos y sucesores de la figura y persona del Espíritu Santo, que inspira y acompaña a los cristianos para que acierten en el recto conocimiento de la realidad de las cosas, en la animación al cumplimiento de las tareas propias de la misión que Cristo les ha encomendado, y en la fuerza correspondiente para llevarla a cabo superando las pruebas, dificultades y aun persecuciones, hasta el martirio, si llega el caso.
El Espíritu da relieve y valor a nuestras vidas, y nos comunica el sentido del ser, del vivir y de la entrega a todos los que llegan hasta nosotros haciéndonos conocer su necesidad material, humana o espiritual.
A la fiesta de Pentecostés se une este año la fiesta de las elecciones democráticas. Ojalá vivamos esta fiesta con ilusión, con esperanza, con confianza, y en la seguridad de que, si es verdad que no disfrutamos de la democracia más perfecta, podemos administrar y celebrar con la suficiente alegría e ilusión las elecciones que colorean con notable significación de libertad humana y de dignidad, el funcionamiento de nuestros grupos políticos y de nuestras instituciones. A votar con responsabilidad, aceptando con normalidad y equilibrio las consecuencias de nuestra elección.
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