Discriminar significa constatar diferencias. La percepción del mundo empieza por un proceso discriminatorio: colores, volúmenes, sonidos, etc., sensaciones diversas de lo otro, de lo que hay fuera de nosotros, que van enriqueciendo nuestra conciencia; aprendemos a diferenciar nuestro cuerpo del cuerpo del otro, como fuente de dolor o placer, sus acciones y su ser de los nuestros. Sobre este segundo proceso discriminatorio se asienta nuestro sentimiento de identidad. El niño se abre confiadamente al mundo, de modo que todo lo nuevo y extraño le estimula, le asombra y le excita, le hace crecer.
El problema aparece cuando esta facultad de diferenciar y apreciar la riqueza variopinta del mundo se hace condenatoria y se instalan en la conciencia los juicios de marginación en forma de sombras protectoras o de corazas de indiferencia y desprecio. El ser confiado y abierto que es el niño se va cerrando como una ostra temerosa, poco a poco, bajo la tutela atenta de padres y educadores. Podríamos hacer una lista interminable de aprendizajes fallidos, fantasías reprimidas, gozos prohibidos o amistades juveniles rotas por el desvelo atento y discreto que emponzoña la conciencia de un ser destinado a la fraternidad y a la acogida.
El judío Freud, otro discriminado, incomodó a la sociedad bienpensante de su tiempo hurgando en esos fondos oscuros, donde halla, entre otros, el mecanismo de proyección, que consiste en atribuir al prójimo los propios defectos, intentando descargar así algún sentimiento de culpa inconsciente. ¿Culpa de qué? De no ser perfecto, hermoso y transparente... como un dios. Culpa, tal vez, de haber nacido y de tener que morir. Después de él han venido otros como Erich Fromm que han estudiado la importancia de este fenómeno, a nivel colectivo, en las sociedades modernas. Lo vergonzoso de una tribu consumista y opulenta se arroja en el vertedero de los que no son como nosotros, se forman las ideologías, los nacionalismos, las clases; se hacen las reglas del juego, la película de buenos y malos, y finalmente, en un mundo desacralizado, donde las metáforas religiosas ya no valen, se inventa un infierno en la tierra, "el infierno son los otros", según la famosa frase de Sartre.
Este infierno se cultiva y se abona, cual sombrío jardín, de miedos, frustraciones y prejuicios. Y se amuralla con el propio desconocimiento: en el fondo el miedo al otro es expresión del miedo a conocernos a nosotros mismos, a aceptarnos tal como somos: con riesgos, incertidumbres y defectos. Los cimientos del miedo tiemblan ante el rostro sin nombre del extranjero, del enfermo, del desheredado, en cada uno de ellos vemos, como desfigurado e indeseable, nuestro propio destino, el que hubiera podido ser o el que tal vez nos aguarda.
Y es que en definitiva todo otro, enfermo, mujer, extranjero o negro , cualquiera que sea su alteridad , nos interpela sobre el misterio de nuestro origen y destino, nos pone delante el deslumbramiento de la vida con sus diferencias irreductibles y la tiniebla de la muerte con su indiferencia arrolladora. Pero ¿y si en el otro, por su misma alteridad, se nos estuviera ofreciendo eso que nos falta, lo que nos despierta, lo que nos dignifica, lo que ensancha nuestra libertad y enriquece nuestro ser con la diferencia?. Entonces estaríamos destruyendo por la discriminación y el desprecio nuestro propio ser. Estaríamos amputando posibilidades desconocidas. Si la naturaleza no ha hecho nada en vano, como dice Aristóteles, la causa final de todas las diferencias será seguramente el enriquecimiento mutuo en la formación de una comunidad plural, más armoniosa en cuanto cada uno de sus miembros desarrolle al máximo sus capacidades y la verdad de su originalidad. Sólo hay que atreverse a conocer y desterrar el miedo.
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