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De los excesos de la primavera
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Paz y Bien

De los excesos de la primavera

Actualizado 16/03/2015

A nuestro barrio nunca le avisó El Corte Inglés de la llegada de la primavera. Tampoco la climatología daba pistas en una tierra recia con nueve meses de invierno y tres de infierno, ni los ombligos de las muchachas que la beatería amordazaba con refajos, y mucho menos las flores de una infancia sin parques, con sólo cuatro o cinco árboles supervivientes de las falsas acacias que mandó plantar el Obispo Cámara en la calle María Auxiliadora. Pobres expósitos que al llegar mayo florecían temiendo que los niños nos comiésemos sus pámpanos.

El descubrimiento lo hacíamos por ciencia infusa. Un día le llegaba la inspiración al iluminado de turno y cayendo en trance exclamaba:

-¡Debe ser primavera!

Y como no teníamos argumentos en contra, nos lo creíamos.

Invariablemente festejábamos la llegada de la florida estación con una epopeya; liándonos a pedradas con los inquilinos del barrio de la Chinchibarra. Esta lapidación mutua, herencia épica de un pasado fronterizo, nos servía para tomar posesión de las calles y fijar la raya desdibujada por el invierno.

Como los combates solían estancarse junto a las tapias del cuartel de infantería "Julián Sánchez, El Charro", los soldados, que nunca entendieron que aquellas trincheras eran tierra de nadie, se acodaban en los muros enrejados para seguir las evoluciones de los frentes jaleando a unos o a otros, lo que provocaba algunos tiros perdidos que francotiradores de ambos bandos, paqueros, dedicábamos a la tropa.

Cuando las heridas y el orgullo iban cicatrizando gracias al amor de madre, y al celo del doctor Moraza, organizábamos el auto anual de fe o chequeo espiritual del barrio, con lo que nos íbamos de cruzada una legión de niños esqueléticos (el queso americano aún no había hecho efecto), rapados para no dar cuartel a los piojos y vestidos con las ropas crecederas de algún familiar muerto a manos de los secuaces de Abd el-Krim.

Con dos tablas de madera de chopo hacíamos una cruz y en la intersección reclavábamos al Cristo de Medinaceli, o una estampita de la Virgen de la Vega o del Perpetuo Socorro, y armados con estos lábaros santos recorríamos una por una las casas del feudo como la compañía de penitentes de San Vicente Ferrer. La única diferencia con la procesión del santo valenciano es que nosotros no gritábamos "¡Misericordia!", sino; "¡Una perrita para la Cruz de Mayo!", aunque el tono lastimero era el mismo.

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