En mi niñez, las gentes más humildes y sensatas, quienes no tuvieron la oportunidad de tener otros estudios que los de ir a la escuela, saliendo de ella antes de tiempo, siempre tuvieron la cultura y los estudios en la más alta estima, lamentándose de no haber podido acceder a ellos e inculcando a sus herederos que sí tuvieron esa posibilidad que se esforzaran por aprovecharla.
Cuando daba clase en Sevilla, uno de mis alumnos llevó un día una hermosa y antigua edición de El Quijote, estampada con deliciosos grabados. Y me contó la historia de aquel libro: su abuela paterna servía a unos nobles en una villa de Córdoba. Y cuando le ofrecieron que llevara algo de aquel palacio en que residían y a cuyo servicio ella estaba, la criada, lejos de elegir cualquier objeto suntuoso, optó por el libro de los libros en nuestra lengua: El Quijote. Qué sabiduría la de aquella mujer. Luego el libro lo heredaría su hijo, el padre de mi alumno.
Al trasladarse a Madrid desde su pobreza murciana, la abuela del gran actor español Paco Rabal se dio cuenta de que, en la capital de España, vivía cerca de un reconocido escritor y catedrático: Dámaso Alonso. Y, un buen día, indicó a su nieto, a un Paco Rabal aún niño, que se acercara a casa de aquel señor, llamara respetuosamente y le pidiera un libro para leer. También aquella anciana pobre se orientaba certeramente hacia la cultura, como el bien supremo.
Dámaso Alonso, cuando el niño le indicó que vivía con su familia en aquella misma vecindad, lo hizo pasar, y, ante la petición tan interesada del muchacho, le prestó un ejemplar de las poesías de Antonio Machado. Sin embargo, al entregarle un ejemplar, le hizo una advertencia:
?Pero ten cuidado no me manches el libro, que los pobres lo mancháis todo de grasa.
Paco Rabal volvió a su casa, le enseñó el libro a su abuela y, efectivamente, tras las diversas lecturas que hicieran ?acaso la abuela le leyera en voz alta poemas al niño, o este los recitara en alto, con temblorosos labios infantiles?, las cubiertas del libro terminaron manchadas de grasa.
Menudo apuro. Cómo le iban a devolver a aquel señor tan importante el libro manchado, con lo que le había prevenido que tuvieran cuidado con no impregnarlo de grasa? Mas a la abuela se le ocurrió enseguida una solución. Forró el libro con un papel limpio que tuvieran a mano y mandó de nuevo al nieto a devolvérselo al escritor y catedrático.
Dámaso Alonso quedó asombrado ante el trato tan cuidadoso que habían dado al libro, forrándolo para leerlo. Y felicitó my expresivamente al niño por aquel cuidado. Las manchas de grasa de los pobres quedaban así disimuladas, pues, pese al empeño e interés de la abuela, en orientar a su nieto hacia la cultura, no habían podido evitar aquel desdoro.
Paco Rabal contaba tal anécdota en una entrevista que algún periodista, en su momento, le hiciera. Una historia popular y hermosa que expresa cómo nuestras gentes humildes han sentido también la cultura siempre como la más verdadera tabla de salvación humana.
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