Calle con aires de zoco y resabios buhoneros donde se fogueaban y curtían los guardias municipales salmantinos, representando caramelos elásticos de Logroño, balas de papel de estraza o leches condensadas que no eran "La Lechera". Invariablemente llegaban al barrio uncidos al yugo de la miseria con unas gabardinas indeterminadas, pantalones baratos de tergal y miradas perdonavidas rezumando tristeza. Nosotros estábamos convencidos de que el Ayuntamiento les entregaba también esas ropas para que se dedicasen al pluriempleo. Lo de las miradas debía ser algo corporativo. Cuando llegaba la Navidad se subían a unas garitas móviles pintadas con cuadros blancos como su correaje y desde allí recibían los tímidos sobornos con altanería, mirando de reojo como si con ellos no fuera la cosa.
Calle oasis cuando el honorable Beltrán llegaba al barrio arrastrando un carretón de mano con grandes ruedas blancas, varales torneados como los de los caballitos de las ferias de septiembre y un tejadillo a dos aguas de color azul-mediterráneo. En los costados llevaba escrito "La Flor Valenciana" con grandes letras inglesas y en la parte más alta una floritura de madera con una campanilla de plata le servía para competir con Hamelín. Nosotros la oíamos mucho antes de que saliera del obrador de Dorado Montero. Era el grito de guerra, la señal del acoso emocional a las madres que a duras penas resistían el asedio a Jericó lanzando andanadas de miseria desde las almenas, los matacanes y las saeteras. Empeño inútil. Conseguidos los pocos céntimos que costaba el botín esperábamos a la carretonada de ambrosías sentados en algún umbral. El señor Beltrán sabía de nuestras urgencias y escalaba fatigosamente la cuestecilla de Van Dyck hasta el cruce con Alfonso de Castro. El arca de la alianza tenía tres bocas circulares amordazadas con unos cucuruchos metálicos imitando helados que se parecían a los gorros de los payasos del circo de los Hermanos Tonetti. Por ellas se accedía al maná del interior: mantecado, nata y chocolate. En uno de los extremos del cofre había un cajón de cristal con tapa donde atesoraba las obleas. Cuando le dábamos el dinero lo contaba en voz alta en valenciano, y así descubrimos que había gentes que hablaban otras lenguas entre los elegidos por Dios como reserva espiritual de Europa.
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