Siempre me gusta imaginar una situación. ¿Cuántas personas nacerán al día en el mundo? No lo sé. Supongamos que a diario viene al mundo una pequeña ciudad de seres humanos. ¿Cincuenta mil? ¿Sesenta mil? Sigamos con nuestra imagen.
Dios, la divinidad, el destino, quienquiera que sea... tiene junto a sí un enorme cuenco de polvo de oro. Y todos, todos los días, hunde sus dos manos juntas en el cuenco y recoge en las palmas unidas de las mismas el polvo de oro correspondiente a ese día.
Entonces, extiende sus manos ante su boca y sopla: uuuuhhhh.... Y ese polvo de oro se convierte en miles de estrellas doradas que se expanden por el universo y van a dar, en el planeta tierra, a quienes acaban de nacer ese día.
A cada ser humano naciente, le cae una estrella sobre sí. Es el don o los dones que recibe al venir al mundo. Todos hemos llegado al mundo investidos con algún don. Todos. Los dones no son un privilegio de minorías. Todos albergamos algún don.
Pero tenemos una responsabilidad, la de descubrir cuál o cuáles son nuestros dones, para ejercitarlos, para hacerlos irradiar en los ámbitos en que desarrollamos nuestras vidas. Es una responsabilidad moral incuestionable, que no podemos eludir en modo alguno.
Y el gran problema es que muchos seres humanos se van de este mundo sin haber descubierto cuál o cuáles eran sus dones. Se trata, entonces, de vidas, que no han cumplido su cometido en la tierra, en el mundo.
Descubramos nuestros dones y hagámoslos irradiar, solo así el mundo se hará más humano y más digno; solo así iremos desterrando la barbarie. No nos evadamos de esa responsabilidad que tenemos; no nos dejemos arrastrar por lo trivial y lo anodino. Descubramos esa estrella de oro que al llegar al mundo recibimos. Irradiemos esa luz que nos pertenece. Es una invitación que, creemos, merece la pena.
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