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Al amparo del gran templo
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Al amparo del gran templo

Actualizado 25/01/2015
Asprodes

Poblachón castellano que jugaba con el sol a dorarse en los atardeceres, ascendiendo en llamaradas de enero a un espacio vacío entonces de cigüeñas.

Contemplo con nostalgia de historia compartida la imagen de Charles Clifford que ha insertado en sus páginas virtuales esta mi casa periodística, evocando recuerdos de tiempos no lejanos, cuando el perfil de la ciudad sobresalía entre un enjambre de casas anémicas, lindando calles estrechas, tortuosas, desniveladas y empedradas, con ficticias aceras junto a los paredones.

Arracimadas para ahuyentar el miedo y unidas en rústica colmena humana con zaguanes húmedos y lógrebos, tales casuchas provincianas de la docta ciudad salmantina recuperan hoy ácidos sabores urbanos enmohecidos por líquidos sobrantes, que volaban nocturnos sobre las rúas con grito de protesta, rebotando en las paredes de adobe que sustentaban ensombrecidas alcobas.

El fotógrafo concede espacio en su estampa a las afanosas lavanderas que se arrodillaban a orillas del Tormes para frotar y golpear la ropa contra la ondulada tabla de madera, dando la espalda a la espadaña universitaria que golpeaba la campana con badajo convocante a horas escolásticas en el académico recinto.

Mustio ramillete de viviendas tísicas, agrupadas con fe de carbonero a los pies sagrados del gran templo comunal, pidiendo amparo a la deidad vivificadora de redención celestial, cuando la fe sustentaba el alma del pueblo y justificaba la desgracia que los desfavorecidos no merecían, junto a pozos ciegos y animales de carga, mientras las vertederas y aguaderas cumplían con su oficio por las calles.

Poblachón castellano que jugaba con el sol a dorarse en los atardeceres, ascendiendo en llamaradas de enero a un espacio vacío de cigüeñas, mientras los hogares alimentaban el amor doméstico con cálidas chimeneas y braseros de cisco, templando cuerpos entumecidos bajo los techos agrietados.

En esas levíticas casas, era el puchero sustento obligado junto al pan candeal de cada día, y la oración el alimento del alma cuando el silabeo del rosario vespertino se confundía con el silbido del viento en las ventanas, haciendo posible el consolador milagro de la felicidad eterna, lejos de la miseria terrenal.

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