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El sentido de lo religioso
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El sentido de lo religioso

Actualizado 14/01/2015
Redacción / David Martín Pinto

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La semana pasada afirmábamos que la religión está ahí desde los orígenes del hombre. Desde el Neanderthal se puede rastrear de forma material esta realidad, pero posiblemente se remonte a momentos anteriores en la cadena evolutiva del ser humano. La religión es un acompañante imprescindible del hombre, hasta el punto de ser considerada como un elemento esencial de su estructura o derivación natural de ella. No un simple epifenómeno o sobreañadido accidental, sino que es existencial, es una forma de ser necesaria en su vida.

El hombre tiene un sentido religioso, como hay un sentido estético y un sentido del olfato, del tacto, de la visión. Abarca a la persona enteramente afectándola en su intimidad y constitución ontológica. En ella se juega el hombre su destino último porque es respuesta a un requerimiento que pone en marcha resortes tan importantes como la coherencia racional, el compromiso ético, el necesario desprendimiento y la entrega desbordante.

Definiendo la religión desde el misterio y experiencia de lo sagrado, o lo santo. Se trata de un hecho humano específico que consiste en el reconocimiento y aceptación por parte del hombre de una realidad suprema que confiere sentido último al mundo, al hombre y a la historia.[Img #201528]

Por otro lado, el hecho religioso, se presenta como la irrupción en la propia vida de una potencia extraña, misteriosa, que conmueve al hombre impulsándolo a cambiar de vida. Le insta a ser él mismo plenamente con la asistencia de otro mayor. Se trata de un movimiento dialéctico que concierne al sujeto humano en su intimidad más profunda, teniendo que dejar de ser lo que es, para conquistar otra forma de vida más perfecta. Conseguir esa otra vida, es la meta de la actitud religiosa, que se traduce en actos y prácticas mediante las cuales pretende el hombre acortar distancias y hacer presente a Dios en la propia existencia.

De ahí que el fenómeno religioso, remita a una peculiar experiencia humana y ésta, a una forma peculiar de ser hombre. A un hombre dotado de un sentido religioso, de una dimensión religiosa que lo emparenta con el orden de lo sagrado y hace posible que después lo vea reflejado en las realidades que componen su mundo, convirtiéndolas en hierofanías. En ellas, el sujeto se muestra habitado por una presencia anterior y superior a él mismo que origina una desproporción interior que le hace ser más de lo que es capaz de ser por sí mismo. Le hace vivirse a sí mismo como exceso que él mismo es incapaz de dominar, como apertura a un más allá de sí mismo que solo no se puede dar. La experiencia de lo sagrado remite así a la conciencia y el reconocimiento de esa Presencia como a su centro y a su origen. La connivencia del hombre con lo sagrado, que la acción simbolizadora requiere como condición de posibilidad, se concreta ahora en apertura. Esta apertura, esta religación, es la dimensión religiosa del hombre, que podemos llamar Dios.

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Soren Kierkegaard resumió el hecho religioso en su concepción del hombre como "síntesis de finitud e infinitud, de lo temporal y lo eterno, de libertad y necesidad". La dimensión última de la persona que consiste en la trascendencia-inmanencia de quien sólo puede ser lo que es aspirando a un más allá de sí mismo que él mismo no se puede dar. A esa dimensión se refiere E. Lévinas cuando describe la fe, es decir, la actitud que pone en ejercicio esa dimensión: El "descubrimiento de que los recodos más secretos del psiquismo no vibran sino al ritmo de Otro y de que allí y solamente allí comienza lo humano del ser".

Zamira ama los lobos.

Yo quisiera ir con ella a buscarlos

a las tierras más altas,

donde los robledales rojos de Sotillo

han perdido sus hojas en las fuentes,

allá donde los caballos

beben el agua helada de las cascadas

y se espera la nieve

como una bendición.

Tú y yo estamos en este hospital

esperando a la muerte.

No la muerte tuya ni la muerte mía,

sino la de aquellos que nos dieron la vida.

Y éstos, ¿a quienes pasarán,

cuando mueran, sus muertes?

Tú y yo esperando el final,

El vacío del límite,

mientras la vida brilla y tiembla entre nosotros

como un cuchillo inocente.

Y es que, esperando la muerte de los otros,

esperamos, un poco, la muerte nuestra.

Quizá, por ello, Zamira ama los lobos.

Quizá, por ello, yo deseo también

salir a buscarlos con ella este mes de diciembre

a los páramos altos,

a los prados remotos.

Y podríamos ver los espinos,

y las brasas de sangre del sol

en mimbrales morados.

Puesta ya en nuestros ojos

la venda de la nieve,

que no pensemos más, que ya no nos deslumbre

el acre resplandor de los quirófanos.

Zamira ama los lobos,

quiere escapar del laberinto de piedra y cristal

del dolor.

Zamira: partamos y no regresemos.

Antonio Colinas "Zamira ama a los lobos" de Tiempo y abismo

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