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Soñar lo imposible
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Soñar lo imposible

Actualizado 10/01/2015
José Luis Cobreros

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Desperté a media noche. La brusca aceleración de una motocicleta rompió mi tranquilidad y salte de la cama. Me asome a la ventana del salón, pero solo vi la luz amarillenta de las farolas que alumbraban, tímidamente, los bancos del parque. También el viento jugaba con las hojas; trazaba círculos concéntricos sobre un eje imaginario formando remolinos que iban y venían de un lugar a otro.

Muchas veces utilizo el tiempo ganado al sueño para construir otras realidades, o simplemente para rescatar de la sombra el rastro de un sueño a punto de perderse.

Así ocurrió en aquella ocasión. Sin darme apenas cuenta, me sumergí en una realidad nebulosa; en el contenido de un sueño que se desvanecía.

En una plaza, repleta de personas, tendía lazos entre los corazones de la gente. Tejía una malla, capaz de conectar las esperanzas y los buenos deseos que albergan los seres humanos. La empatía llevaría a la concordia y, la tolerancia, ahorraría el tiempo a la justicia, porque todas las discrepancias terminarían. Pero, no todos estaban dispuestos a colaborar. Muchos de esos corazones rechazaban mi oferta, argumentando que se trataba de un sueño imposible. Entonces, esa conexión se rompía, y tenía que buscar los cabos para volver a unirla.

De vez en cuando, la paciencia acudía en mi auxilio. Sus palabras eran claras; suficientemente nítidas para ser rechazadas. Me decía: deja todo de mi cuenta. Tú, sigue ganando la confianza de esos corazones que se resisten. La base de tu éxito descansa sobre mi, solo tienes que seguir trabajando.

Así lo hice y, con gran esfuerzo, había acumulado una enorme madeja. Tan grande, que era suficiente para el fin que perseguía. Pasaron las semanas, los meses, también largos años. Por fin, una enorme alfombra rectangular, trabajada con dificultad, ocupaba la pradera. Entretejida con lo mejor de las personas, mostraba una base sólida y compacta. Pero, lo más hermoso, fue verla ascender hasta situarse a la altura de las nubes.

El tejido se había convertido en un puente de enormes proporciones, suspendido en el vacío, mostraba la consistencia de una roca. Su movimiento pendular, se parecía al que realiza la madre cuando mueve la cuna de su pequeño y, la protección dispensada a las almas que lo cruzaban, no era menor. Los cuerpos habían desaparecido y, con ellos, todas las necesidades.

No había casas ni hipotecas. El dinero no existía, tampoco la corrupción ni el dolor. Las riñas entre vecinos se transformaron en acuerdos y la competencia desleal no aportaba beneficios. Tampoco la prevaricación encontraba acomodo en la nueva forma de vida. Cada uno tenía lo suficiente, estrictamente lo necesario.

El concepto de tiempo se había diluido; todo era presente y eterno. Cada uno asumía su función dentro del orden establecido sin discutir la competencia de los demás.

Desconozco el tiempo que pasó. Recuerdo haber despertado sobre el sofá con algo de frío. Me había quedado dormido.

Volví del sueño al mundo real. El sólido puente, proyectado sobre las nubes, se había roto y, todos los proyectos e ilusiones cayeron al vacío. La enorme alfombra del sueño estaba hecha jirones. Los corazones volvieron a latir violentamente y recobraron los egoísmos y el desamor.

Me acerqué de nuevo a la ventana. El viento se había parado, y las farolas ya no lucían. Las hojas, amontonadas sobre el suelo, esperaban al barrendero que comenzaba su trabajo muy temprano. La vida seguía, nada había cambiado. Se trataba de un sueño; de un hermoso sueño.

Necesitamos soñar lo imposible; imaginar lo ideal para que el mundo no se descomponga. Es necesario concebir otros mundos y olvidarnos, aunque sea por un momento, del trabajo de vivir. Somos seres muy complejos que, por alguna razón, buscamos la eternidad. Quizá porque estamos destinados a vivir en la plenitud de ese sueño que no pude retener.

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