Ante la más negra bocanada de la vida, estará siempre la música dispuesta a redimirnos con placentero consuelo de esperanto universal inaccesible a la vulgaridad mental y el tedio espiritual.
Entre las experiencias que deleitan y complacen, ocupa la música un lugar preferente en la escala musical de la vida, a la que se asciende sin más requerimiento que dejarse llevar por las notas, abandonando al alma en su regazo para gozar del privilegiado favor otorgado por los arpegios.
Ante la más negra bocanada de la vida, estará siempre la música dispuesta a redimirnos con placentero consuelo de esperanto universal inaccesible al diccionario, capaz de hermanar a todos los seres vivos en el mismo idioma, pues las plantas y los animales también responden a los estímulos procurados por las siete notas del alfabeto musical.
Otorga la música algarabía festiva, se abraza fraternalmente con la danza, confraterniza en crepúsculos con la luz, acompaña el amor en sus devaneos, sonoriza amaneceres inciertos, concilia el sueño y redime la soledad de su cautiverio cuando el abandono toma cuerpo en el espíritu.
Así, ocupa la música un territorio alejado de ideologías, razas y creencias. Un país de ensueño donde todavía se dan las buenas noches. Un lugar inaccesible a la procacidad y el desaliento. Un paraje inmaculado sin restos de miseria moral. Un recinto precintado con derecho reservado de admisión, donde no tiene acceso la vulgaridad mental ni el tedio espiritual.
En tal espacio hay que refugiarse para ser acariciados por el pentagrama, cuando la vida pese más de lo necesario, la turbación alcance el insomnio, acose la pesadumbre en la sombra, el dolor provoque lágrimas negras, la incertidumbre asome por la ventana, el desconsuelo aflija el alma, la oscuridad nuble en las pupilas, el desamor llame a la puerta y se haga costumbre la desgracia.
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