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Los Arapiles: testigos de una victoria
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PASEOS Y PAISAJES DE SALAMANCA

Los Arapiles: testigos de una victoria

Actualizado 09/11/2014

Una de las grandes riquezas de nuestra provincia está en su variedad de comarcas, con paisajes, gastronomía y arte que diferencian a unas de otras y que SALAMANCA rtv AL DIA recorrerá cada semana (GALERÍA FOTOGRÁFICA)

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Si hay algo que distingue a Salamanca de otras provincias es su gran variedad de comarcas, con paisajes, gastronomía y arte que la hacen única. Una riqueza al alcance de todos los salmantinos y visitantes que SALAMANCA rtv AL DIA mostrará cada semana. Propuestas turísticas que también pueden conocerse ampliamente en la web de la Diputación de Salamanca http://www.salamancaemocion.es

En este paseo por la provincia, nos acercamos a Los Arapiles. A ocho kilómetros al sur de la capital se encuentran Los Arapiles, dos cerros y una gran planicie, declarados Sitio Histórico. Allí, el 22 de julio de 1812 se libró una de las más importantes batallas de la Guerra de la Independencia. El ejército aliado -ingleses, portugueses, alemanes y españoles-, bajo el mando del Duque de Wellington, derrotó al francés, que estaba a las órdenes del mariscal Marmont. Más de 100.000 soldados de ambos bandos participaron en los enfrentamientos. Los franceses sufrieron 12.500 bajas, y los aliados unas 5.200. Para los historiadores la derrota en Los Arapiles supuso el principio del fin para Napoleón. Un monolito en el alto del Arapil Grande conmemora la gesta. Existe un recorrido señalizado, que lleva al viajero por los distintos emplazamientos del campo de batalla. En el pueblo de Arapiles, un aula de interpretración informa de los pormenores de la batalla: paneles, reproducciones, elementos de la época, maquetas, material videográfico y un espectacular diorama.

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Francisco Morales en la revista turística de la Diputación de Salamanca 'emociones en Salamanca' escribe: A escasos ocho kilómetros de Salamanca se encuentran las poblaciones de Arapiles y Calvarrasa de Arriba y, entre una y otra, el abierto campo de cambiante color: color verde de las primaveras bien llovidas, color dorado de las espigas trigueras que ondean bajo el sol primero, color cárdeno de la tierra ya desnuda y preparada para próxima cosecha. Y en medio, Los Arapiles, el Grande (898 metros) y el Chico (897 m.), dos tesos apenas levantados unos metros sobre el terreno que les rodea, dos colinas que el caprichoso destino predestinó para ser centro del mundo en un momento de la historia.

Dos caminos naturales, uno 'civilizada' y recientemente asfaltado, se cruzan, hoy como ayer, a la sombra de los dos alcores hiriendo la limpia geografía a la que se la añadió una posterior línea de ferrocarril ahora abandonada. El silencio impera y, en ocasiones, sobrecoge cuando el recuerdo de lo allí pasado produce escalofríos. Sucedió un 22 de julio de hace ahora doscientos años, cuando cien mil hombres se enfrentaron entre sí durante un largo día a sangre y fuego, a bayoneta calada, con el único premio de la vida o la muerte. Mas conviene retroceder unas cuantas jornadas mientras se peregrina al más alto de los promontorios para intentar escudriñar, con la mirada que el tiempo nos ofrece, la llegada de las cansadas tropas y poder así recordar con emoción lo que allí se vivió.

Todo sucedió en el marco de la llamada Guerra Peninsular (1808-1814) ?"de la Independencia" para nosotros-, en la que Francia y Gran Bretaña dirimían sus cuitas y ansias de dominio al tiempo que España y Portugal defendían su libertad ante el invasor francés. Al mando de las tropas aliadas ?británicos, portugueses, españoles?- se encontraba el siempre dubitativo Arthur Wellesley, lord Wellington; al frente de las francesas, el mariscal francés August Marmont.

Tomada la decisión por el inglés de pasar a la acción, cruza el río Águeda el 13 de junio, toma Salamanca dos semanas después e inicia una marcha de persecución, de ida y vuelta, tras el ejército francés que se había dirigido al río Duero, llegando de nuevo al Tormes el 21 de julio. Bajo un fuerte aguacero los aliados pasan la noche en los alrededores de la capital salmantina, mientras que los napoleónicos lo hacen en los de Huertas y Encinas de Abajo. Al amanecer del día siguiente continúan con su marcha en paralelo salpicada con pequeñas escaramuzas; sin saberlo, se dirigen al definitivo encuentro en la ondulada planicie de Los Arapiles, cuyo promontorio más elevado es tomado por el francés, ocupando el menor los aliados.

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Las alturas del sierro, "Peñasagudas" bien cercael teso de la "Cabaña",también el de la "Cuquera",las peñas del "Castillejo" que tienen buena defensapasaron a la "Atalaya"de Mirandilla, bien cercacolocaron los cañoneshora de las dos y media (Copla del Tío Pascualón)Eran pues las dos y media de un canicular día de pleno estío cuando la gran batalla se inició y que hasta que la luz del sol declinó, se prolongó. Cien mil hombres se enfrentaron, más de 10.000 fallecieron o fueron heridos.

Subido al Grande Arapil, sentado en la grada del obelisco que recuerda tan histórico avatar, intento hacer mía la historia mirando por encima de los surcos abiertos en un campo en el que el valor tuvo su asiento. Enfrente, al alcance de la vista, el puesto de mando enemigo a cuyas decisiones debo anticiparme. Abajo, tronar de cañones, olor de pólvora, jinetes al galope, cruzar de sables, gritos enardeciendo al combate, ayes lastimeros, estertores últimos?; quiero entonces advertir, parar, hacer ver? pero nada veo, sino la paz de un campo laboreado; pero nada escucho, sino el quedo sonido del campo abierto; pero nada siento, sino la inmensa paz que agradezco a los que por ella murieron; pero nada sufro, sino al propio hombre queriendo romper el regalo de la armonía. Y esta es la disyuntiva en la que se mueve el género humano: paz o guerra, aunque para conseguir la primera sea necesaria, desgraciadamente, no olvidar la segunda.

No pudiéndose retener lo que es fugaz, bien se optó por respetar el escenario en el que tuvo lugar la batalla al que, junto a las ya citadas, se asoman y circundan, como entre bambalinas, las poblaciones de Miranda de Azán, Las Torres, Santa Marta, Carbajosa de la Sagrada y Terradillos. Y si en aquél tiempo "las balas iban rasas y las granadas con ellas" no dejando tomillos ni tampoco carrasqueras, con las encinas tronchadas y cundida la tierra de caballos y hombres muertos ?al decir del tío Pascualón-, en éste que vivimos tan sólo sopla el viento sobre lo que hoy es enorme monumento funerario abierto a todos los los cielos, punto de encuentro para estudiosos de la historia militar y lugar de meditación sobre la, a veces, triste condición humana.

Mientras tanto, los días pasan por el Sitio Histórico del Campo

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