Quiero una tarjeta

Si no fuera porque andamos todos a la cuarta pregunta, haciendo cálculos con el sueldo, con la ayuda de los cuatrocientos euros y pico o pagando aún los libros de los niños, el tema de las tarjetas sería cosa de risa. A mí que me quiten las fotos exquisitas de la boda de Clooney, quien no ha tirado la casa por la ventana, sino todo el palacio ducal donde se ha casado con una mujer que amenaza con convertirle en un jubilado babeante de amor, así como las del entierro de Boyer, en el que Doña Isabel nos ha mostrado que se puede ser elegante hasta en los peores momentos. No, lo mío es la tarjeta mágica que sustituye al hada madrina? total, la metes bien metida y hala, a pagar la gasolina, la comida, la compra de caprichitos y la del Mercadona, y todo sin pagar a hacienda, que para eso somos consejeros.

Da igual que uno tenga la etiqueta de militante de partido, sindicalista, funcionario o semipensionista, eso de estar en una caja es un chollo y te sitúa por encima del bien y del mal. Pero claro, usted y yo, señor lector, tenemos que conformarnos con esa tarjetita nuestra que tiene saldo solo la primera quincena y que le muestra a Hacienda hasta nuestra placa dental. El ministro de la Cosa dice que se abochorna y nosotros nos morimos de la risa porque al Gran Hermano lo que se le escapa es lo que no quiere ver, total, nos queda el recurso de patalear y mirar al personal como miramos a Pujol, con asco, desprecio y hasta un poco de vergüenza ajena, porque toda esta gentuza que se aprovecha no debe dormir muy bien por la noche aunque se paguen con fondos que no son suyos las pastillitas. Que les den, yo prefiero ser una persona normal, es decir, íntegra, ir a trabajar a las ocho de la mañana y entrar en el kiosko y echarme una risa mañanera con quien me señala la portada nupcial ¡Cómo nos gusta un bodorrio! Sí, hija, pero ya ves cómo es la vida, aquí tienes un funeral también. Y es que la existencia humana es esto, la vida, el amor, la muerte y las mañanas de la SER, el día que está lleno de trabajo y la tarde en la que ya, jarta a actividades extraescolares y cosas pendientes estás pensando en retirarte a un convento de cartujos. A esos desaprensivos que se dedicaron a saquear alegremente las cajas de todos mientras se engañaba a los pequeños ahorradores, que les den, no sabemos si serán castigados pero sí nos consta que van a tener que vérselas con su conciencia, si es que la tienen. Lo dicho, que les den y se las metan por donde más les duela, no hay nada mejor que una indiferencia despectiva.