Se acabó una semana llena de acontecimientos, algunos inesperados y otros bastante menos, pero todos ellos relacionados de alguno u otro modo con la ley. Está feo que un jurista escriba contra ella como concepto global, y no será el que firma estas líneas quien lo haga. Sin embargo es mucho más frecuente que los estudiosos del Derecho basemos buena parte de nuestra investigación en la crítica de las normas, pretendidamente fundada, coherente y hasta razonable.
En política para alguien a quien le supera un problema puede ser hasta cómodo esgrimir la ley sin más, como instrumento de ataque o de defensa. La ley como sinónimo de zurriagazo. Es más, si no basta la amenaza del cumplimiento riguroso de la ley en la discusión plural, hubo un tiempo -¿lejano?- en que la tentación del Código penal se utilizó sin miramiento. La ley penal como refuerzo de otra ley de cuyo respeto y convicción por parte de la ciudadanía el gobierno de turno tiene sus dudas evidentes. Con lo cual se puede ir creando un castillo en el aire de constituciones, leyes y reglamentos que enconen más la situación y que en el fondo no arreglen nada. Vayamos por partes.
Una noticia que pasó sin pena ni gloria en la galería de noticieros españoles fue la publicación de tres resoluciones del Tribunal Superior de Justicia de Baleares por las que el polémico tratamiento integrado de lenguas en la educación balear, aprobado por el Gobierno de las islas por el complejo método intelectual del "porque yo lo valgo", quedaba tumbado por problemas procedimentales. En lugar de conversar, negociar, transigir, para pacificar las cosas entre los enseñantes, las familias y los servidores públicos ?algunos de ellos más que iletrados como se ve ampliamente en las hemerotecas- llevamos más de un año de demostraciones de que quien maneja el correspondiente Boletín Oficial tiene la sartén por el mango y si algo no gusta, se improvisa un decretazo para hacer cumplir por activa o por pasiva el capricho de turno y se moviliza al manoseado cuerpo de inspección educativa para poner firmes a quienes se atrevan a discutir lo que ha decidido la sagrada mayoría absoluta. Menos mal que todavía quedan jueces en Berlín, como dijo el molinero de Brandemburgo cuando el correspondiente juez competente frenó las ansias autoritarias del mismísimo emperador.
Esta interesante crónica quedó oscurecida porque un Ministro del Gobierno central se apeó del cargo con una sonora dimisión. Era este mismo quien desde hace algunos años nos amenazaba con una inquietante nomorrea, por la que se pretendía no dejar ley con cabeza. Esta vez sospecha uno que la ley era más bien sinónimo de ansia de inmortalidad. Este hombre consiguió alterar la justicia con el terremoto de las tasas, con un borrador de proyecto de nuevo Código procesal penal indigno de sus padres putativos, se enfrentó con juristas de toda ralea por los intentos de poner patas arriba el paisaje de órganos jurisdiccionales y tantos otros proyectos que ahora ha tenido que abortar. Al final, la ley como sinónimo de impotencia.
Naturalmente de la nomomaquia más relevante hemos tenido en estos días un capítulo central. El Parlamento catalán aprobó la Ley de consultas; el Gobierno central preparó su recurso y el Tribunal constitucional probablemente tiene ya preparada su resolución. Estamos ante posiciones contradictorias expresadas en una lucha de leyes sobre cuya legitimidad deberá decidir el Alto Tribunal. Pero ¿alguien sensato piensa que así se va a arreglar algo? ¿Es posible que nuestros políticos hayan renunciado a hacer política y que el sentido práctico que ha triunfado en otras latitudes se quede aquí en una pelea, legal eso sí, y hasta constitucional, pero más propia del palo de bastos?
Mi modesta recomendación, si no fuera demasiado tarde, hubiese sido dejar a las leyes tranquilas y que nuestros servidores públicos se dedicaran a hacer su trabajo, con honestidad y hasta con sensibilidad. En su día se atizaron fuegos, se movilizaron pueblos a la contra, se llevaron las cosas a extremos peligrosos? y de esos polvos, estos lodos. Tengamos claro que esto no hay ley que lo arregle, pero no perdamos la esperanza de que por debajo de la ley el sentido común haga su trabajo. Y luego, si se quiere, formalicémoslo todo en un excelente texto, por supuesto con rango de Ley.
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