A veces me da pena reconocer las bajezas que rondan por el mundillo musical. No son pocas, créame, para nuestra desgracia. Si hace no mucho hablaba de la figura de El Padrino y su poder omnipresente para trastear con el porvenir musical de la gente, no puedo dejar de lado a una de las grandes y más clásicas figuras oscuras de la profesión: LA DIVA.
Divas hay muchas, como decía el crítico, pero que merezcan ese nombre casi ninguna. Diva, y gran diva, fue la Callas y ya habrán leído ustedes lo suficiente sobre sus miserias personales. Para qué ahondar más en el tema. En el panorama musical que nos toca más de cerca a los españolitos de a pie en un país demasiado dado a recortar de la pata de la cultura, esa que nunca debería tocarse, no podemos pedir que nos salga una gran diva como la Callas cada poco. No estamos preparados. Hay demasiada envidia y mangoneo. Hay demasiado desconocimiento.
Le voy a contar que existen dos clases de divas. Las que lo son y las que creen que lo son. Las peores, sin duda alguna, son las segundas. Primero, porque nunca llegaron a ser más que relleno de coro, mucho menos cabeza de cartel. Eso, que las frustra y persigue allá donde van, jamás se lo reconocerán. Ellas malgastan su tiempo y el de los demás presumiendo de sus andanzas como pilar indispensable en el orfeón de turno o en el teatro de vaya usted a saber dónde. Conozco yo unas cuantas así, que pierden la lengua contando sus glorias y en cuando abren la boca para cantar destruyen todo lo que decían tener.
Aléjese de esas divas, porque sus armas más letales (y prácticamente únicas) son la mala educación y la lengua viperina. Si usted les supone un problema o un incordio, prepárese para jugar tan sucio como ellas si quiere salvar la honra. La mente de una diva postiza (soprano para más inri) es maquiavélica. Las altas frecuencias que (mal)cantan sobreexcitan sus neuronas y las conexiones fallan. Se lo dice una física... Las divas malogradas suelen acabar como profesoras de canto en conservatorios, escuelas de música, etc... No crea ni una palabra de lo que dicen de sí mismas y si, por uno de los muchos contubernios de la administración, cae en sus manos como alumno, procure que por un oído le entre y por otro salga todo lo que la diva le diga. Cuanto más rápido mejor, hágame caso. Ahora cualquiera que abre la boca y pega un chillido se considera diva. Y el público la aplaude. No me canso de decirlo: exija calidad. Que no le tomen por tonto.
A las divas de verdad, sin embargo, se le pueden permitir cierto número de desaires, cancelaciones o excentricidades. Ellas lo valen. Despegan los labios y te maravillan. Dan una indicación en una clase magistral que puede dar un vuelco a tu carrera. Las grandes divas, las de verdad, las que merecen atención, reverencia y pleitesía, no suelen proliferar por estas tierras. La mayor parte de las divas potenciales que salen de conservatorios superiores españoles tienen que hacer la maleta y largarse de este país. Aquí, las oportunidades de trabajo para los cantantes profesionales (insisto en lo de profesionales, me atrevería a decir de élite) son nulas. Los puestos docentes están copados por divas de las que antes comentaba, aferradas como aves carroñeras a la plaza que ganaron por amiguismos o casualidad hace 20 años con legislaciones obsoletas. Los carteles de las DOS óperas importantes del que fue el imperio en el que nunca se ponía el sol se completan con nombres de segunda fila del panorama europeo. Muy de vez en cuando se deja caer una diva de verdad como Anna Netrebko. "Una grande cada 40 años", dijo Dios para castigar a España por el maltrato a la cultura. Ahora ya... ni eso.
Maltratamos y malcriamos desde la base. La educación musical en España está podrida por dentro. En sus manos queda exigir un remedio.
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