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El obispo que defendió a los trabajadores llegó hace 50 años a Salamanca
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HASTA 1995

El obispo que defendió a los trabajadores llegó hace 50 años a Salamanca

LOCAL
Actualizado 24/08/2014
Joaquín Tapia

Joaquín Tapia recuerda que fue un 15 de agosto de 1964 cuando Mauro Rubio llegó a la Diócesis

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Joaquín Tapia recuerda en una emotiva carta la llegada de Mauro Rubio como obispo a Salamanca un 15 de de 1964.

Efectivamente, el 15 de agosto de 1964, nuestro D. Mauro fue ordenado obispo en la catedral salmantina y de esa manera sucedía en el Ministerio Episcopal salmantino al padre Barbado Viejo que había fallecido, tras un rápido agravamiento de su enfermedad, en la primavera de aquel mismo año de 1964.

Mauro Rubio Repullés fue mantenido por la Santa Sede como obispo de la diócesis salmantina desde 1964 hasta 1995. ¡Más de treinta años largos, rebosantes hasta el desbordamiento de rápidos y muy graves cambios históricos en la vertiginosa segunda mitad del siglo XX! Por encima de todo: son los años de la finalización y la aplicación subsiguiente del Concilio Vaticano II.

A posteriori, uno no se explica fácilmente cómo D. Mauro pudo soportar -humanamente hablando- esta situación de pastor salmantino durante tanto tiempo. Hay que tener en cuenta que, además, padecía una compleja dolencia que mermaba gravemente su salud. Parece claro que necesitó mucho de la Gracia Divina para sobrellevar con dignidad la tan dura carga episcopal durante tanto tiempo. Años que, efectivamente, fueron tan complicados, tan complejos y confusos, así como irrepetibles: los años que transcurrieron desde 1964 hasta 1995 y que suponen el mayor cambio histórico que se conoce en la Iglesia y en la sociedad salmantinas.

Había nacido en Montealegre de Castillo, un pequeño pueblo de Albacete, en 1919. Muy pronto su familia se trasladó a Madrid. Mauro Rubio estudió en la Institución Libre de Enseñanza y en la correspondiente civil universidad madrileña. En la capital de España vivió, como joven filosofo universitario católico, el drama de la guerra civil y allí, en la posguerra no menos dramática y como 'vocación tardía', se incorporó siendo ya joven/adulto al Seminario de Madrid. Entre dudas y en circunstancias bien difíciles había decidido ser sacerdote. Se ordenó e incardinó en la diócesis madrileña en 1949. Bastaron escasos años de ejercicio pastoral en unos pueblecitos de la sierra de Madrid y muy pronto fue enviado a estudiar a Roma.

De manera precipitada vuelve a España y se lanza de lleno a los trabajos apostólicos con seglares de la Acción Católica juvenil. La en España naciente JOC del sacerdote belga, después obispo y cardenal, Joseph Cardijn, le ocupó por entero. Siempre le importaron los jóvenes y los obreros. Y en esas circunstancias, siendo también profesor de Teología Pastoral en el 'Hispano' de Madrid, sorprendentemente se le llama a ser obispo de Salamanca; eligiéndolo alguien como el primero de entre los miembros de una peculiar terna de candidatos que el entonces vigente concordato pedía.

Su pontificado en la diócesis de Salamanca, es el pontificado del obispo que Dios ha puesto al frente del su Iglesia aquí, en las complejas situaciones que parecían necesarias para la acogida, aceptación y aplicación del concilio Ecuménico Vaticano Segundo. Aceptada por Roma su renuncia después de cumplir los 75 años de edad (en 1995 como he dicho) D. Mauro -jubilado ya o emérito- vivió, en el silencio sufriente de la ancianidad, casi cinco años más. Murió en la humilde habitación de la Residencia salmantina de las Hermanitas de los pobres el 28 de enero del año 2000, con los 81 años recién cumplidos.

A los creyentes salmantinos, las lecciones del Vaticano II nos siguen resultando absolutamente imprescindibles. Pero da la impresión que éstas son lecciones muy difíciles de aprender y de interpretar. D. Mauro solía decir -¡y cuantas veces nos reímos de ello!-: "¡malos tiempos se avecinan para los improvisadores!" Efectivamente: los mensajes de esta 'historia de salvación divina' (cincuenta años llenos de sorprendentes y asombrosos cambios) llegan a nosotros necesitados de una acogida obediente; es decir, tan libre como responsable. Es necesario alejar de nosotros toda pereza mental, a veces lógica por el desconcierto que todo esto parece producirnos, y la correspondiente abulia mecánica del acomodarnos y dejar pasar las cosas como si lloviera y sólo hubiera que quedarse a la espera de que los tiempos cambien y todo escampe. Casi como decir: no hay 'mal que cien años dure'.

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La fecha que rememoro me hace entender que, ayudado por la memoria de lo que viví junto a Mauro Rubio, puedo invitar a todos a una seria reflexión al respecto. Los mensajes de esta historia última salmantina nos vienen -por usar el lenguaje informático- con una insuperable y doble complejidad. Creo intuir que los mensajes de esta última historia de creyentes salmantinos nos llegan hoy por un lado encriptados de mundanidad y, por otro, con una contraseña eclesiástica desconocida. En muchas ocasiones nos falta conocer las claves de la encriptación mundana y, en no menos ocasiones, la misma contraseña eclesiástica nos es desconocida. D. Mauro nos pide resolver ambos dilemas y, sobre todo, nos suplica no enredarnos en todo ello (mundo e iglesia, enzarzados) pensando que lo virtual es lo real.

Creo que la biografía de D. Mauro nos recordará que en el Concilio Vaticano II también se esconde el lenguaje paulino de la cruz bendita. El que frente a los sabios griegos es necedad; y el que frente a los religiosos judíos es escándalo. D. Mauro será el primero en comprobar en propia carne que al hombre de Iglesia, 'no le salen las cuentas'. Que la realidad es tozuda y mostrenca, y que al pastor de hoy en la iglesia diocesana no le salen las cosas como a él le gustaría. Son tiempos de inclemencia. Pero no de acomodación.

Al menos desde Juan XXIII, el ejemplo de los últimos papas en la Iglesia Universal eso nos dice. Lo último que podía esperarse de cada uno de ellos cuando fueron elegidos y comenzaron el ejercicio de su correspondiente ministerio petrino, es, justamente, lo que al fin y a la postre hicieron. Nunca es buena medida de la eficacia apostólica del discípulo de Jesucristo el recuento cuantitativo sociológico. Más tampoco nos podemos conformar con la `pequeñez' evangélica si ésta es equivocadamente inducida por nuestras inercias o inseguridades. Entre la Lumen Gentium y la Gaudium et Spes hay una interna dinámica de confrontación dialéctica aún no suficientemente valorada por todos.

Del evangelio de S. Juan, tan querido de D. Mauro, habrá que recordar todos sus capítulos. No sólo algunos y por intereses apócrifos. El mundo no es sólo, ni siquiera en primer lugar, un enemigo del alma. El mundo es creación y "Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo sino para que el mundo se salve por Él". La mundanidad es nuestra condición de hombres y mujeres seculares, apóstoles y militantes. Aunque también es cierto lo que siguiente. La Iglesia no es sólo, ni siquiera tampoco en primer lugar, el templo y, menos aún, la sacristía. Jesucristo rogó no sacar a los suyos del mundo, sino darles fortaleza frente al mundo. Somos consagrados en la Verdad insoslayable del Evangelio para que el mundo se salve por Cristo. Porque sólo Él es el Pan de la Vida Eterna, la Luz frente a las tinieblas y la Sal frente a la falta de sabor evangélico.

He pedido un espacio en la página 'web' de la diócesis de Salamanca para, al recordar la entrañable figura de quien fue nuestro obispo, subrayar tres grandes y sencillos gestos a los que creo que D. Mauro nos remite.

Gracias a Dios que nos ha concedido a todos su desconcertante presencia profética. Conocer de cerca y trabajar codo a codo con D. Mauro fue un don divino único. Para mí, ser sacerdote con él y a su lado, significó conocer a uno de los más sencillos y trasparentes hombres de fe cristiana que Dios ha puesto en mi camino. Nunca me refirió a otro que no fuera al Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos alcanza por medio de su Espíritu Santo. Su devoción a María siempre tenía esa dirección trinitaria. La Iglesia es encuentro de hermanos en la fe que se vive y se comparte, antes que cualquier estructura que nos prejuzga y cosifica.

No menos me importa subrayar la capacidad de D. Mauro para involucrar a los demás en las tareas diocesanas que en cada caso pudieran parecer necesarias. A D. Mauro obispo era casi imposible decirle que no para cualquier encargo que él directamente te hiciera. Su sencillez lúcida y luminosa al indicar -o al callar- los caminos por los que había que ir, implicaba tanto ánimo para lo que se esperaba de cada uno como la negación más absoluta de cualquier pretendida y engreída autosuficiencia autoritaria en imponer nada a nadie.

Finalmente, quiero transcribir de nuevo unas palabras de los últimos momentos de su vida y que están en su testamento espiritual cuando escribió: "Desde el principio de mis días y por un designio divino inescrutable he vivido siempre sumergido en el océano infinito de la misericordia de Dios". En la Catedral Vieja, en el sepulcro de D. Mauro Rubio Repullés que todos deberíamos visitar, debe estar escrito sólo esto: "Misericordia, Señor". A la fidelidad a Jesucristo -fidelidad humilde, permanente, lúcida, obediente, callada y responsable en la Iglesia- solamente puede corresponderle la respuesta Divina de la Misericordia infinita que perdonándonos nos ama y que amándonos nos perdona.

También aquí y ahora todo nos remite al Marana-tha: ¡Ven Señor, Jesús!

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