Francia se ha puesto a ahorrar porque la crisis también la ha pillado. Y, siendo como es un país centralista, cree que aún se pueden apretar las tuercas a las administraciones periféricas: reduce de 22 a 14 las regiones, suprime los consejos generales de 101 departamentos y concentra los municipios en colectividades de 20.000 habitantes.
¡La que se habría armado aquí de haberse intentado una cosa semejante!
Lo cierto es que nuestros vecinos del norte no son los únicos en reducir instituciones y cargos. Grecia y Portugal, que llevan cuatro años apretándose el cinturón con todo tipo de recortes, han hecho lo propio con los ayuntamientos, suprimiendo las dos terceras partes de ellos. Que se sepa, ha sido la reforma menos traumática de todas las que han debido afrontar.
Aquí, como digo, seguimos teniendo una tupida maraña de diputaciones, cabildos, mancomunidades, comarcas, ayuntamientos, comunidades,? sin que a nadie se le ocurra simplificar, reducir o fusionar tantas y tan contradictorias piezas administrativas: ¿dónde colocarían, de hacerse así, los partidos políticos a tanto militante, pariente, paniaguado o compañero de colegio que no tiene donde caerse muerto?
Ése es, una vez más, el problema de nuestra Administración: que bajo la cobertura ideológica o la coartada de una autonomía de que deben gozar los entes públicos se produce la continua y creciente proliferación de costosos organismos, prescindibles la mayoría de ellos.
Alemania, el país que viene siendo ejemplo para el resto de la Unión Europea desde hace bastantes años, navega justo en sentido contrario al nuestro. Por una parte, ha reducido competencias de las regiones en la república federal. Por otra, cuando incorporó a la paupérrima república democrática del este, no la dotó de una autonomía de la que ya gozaba como país distinto que era, sino que la integró en un plano igualitario que la ayudase a superar el descalabro económico en el que la había sumido el comunismo.
Entre las ventajas de moderar las administraciones periféricas, no incluyo aquí la de dificultar la corrupción de los políticos locales. El caso de Cataluña resulta todo un paradigma. Pero, como decía Kipling, ésa es ya otra historia.
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