El hueco que deja en nuestras letras el sillón K mayúscula de la Real Academia de la Lengua Española es más que un asiento vacío o un renglón borrado, es un hueco raro e intempestivo, en un tiempo en el que muchos nos sentimos huérfanos de palabras significantes que nos alumbren en un mundo saturado de palabras raquíticas y de mensajes desmesurados.
Lo grande y lo pequeño se conjugaban magistralmente en este asiento: la K, letra rara y difícil de colocar en nuestro idioma, pero fácil de dibujar en esa edad temprana de los primeros aprendizajes, cuando las letras-rayotes de los infantes son como peines o raíles o monigotes descabezados? K de kilómetro, de kiosco, de Könisberg, de Kant o de Klimt, K de kindergarten, de kimono, de Kierkegaard o de Kandinsky, K de Kilimanjaro, de Kipling, exótica letra, inquisitiva y viajera, caminando siempre hacia delante, o rompiendo el vuelo sobre el tejado del alfabeto, si la giramos un poquito. La K, letra indómita y un poco esotérica también, apta para conjuros, para cabalgar algún territorio inexplorado, letra importante, a veces regia, secreta y juguetona, fantástica y algo retórica, como la autora de los cuentos cuyo sillón ostentaba esta letra.
Ana María Matute pasó por nosotros como los personajes de sus relatos, discretísima y profunda, vulnerable, invisible, sufriente, mágica y rotunda a la vez, su ausencia parece que no se nota pero deja "un no se qué que queda balbuciendo", como el ciervo vulnerado en su amado bosque.
Nadie supo decir el abismo de misterio de los niños tontos, o de los soldados que lloran de noche, o de los hijos muertos, como ella. No ocultaba el dolor, ni lo adornaba, se diría que lo dejaba caer con precisión y dulzura, como el guijarro que cae en el estanque y propaga su onda, hasta fundirse con las lágrimas no derramadas que pudiera albergar el corazón de tantos hombres y mujeres después de la guerra. Había en ella un eco de soledad transitable, de sufrimiento amasado como pan en tiempos de hambre, de entereza y compasión reverente hacia el mal.
Hormiguitas negras llamaba a las palabras impresas que en su infancia la habían cautivado y arrastrado en pos de la escritura, según confesaba en el maravilloso discurso de entrada a la Academia, y, ante ellas extasiada, como los niños ante los senderos minúsculos que trazan las hormigas, traspasó ese umbral donde el espacio y el tiempo se distorsionan y trascienden, con Alicia, los espejos de lo cotidiano. Pura magia doméstica, la escritura como tarea de hacer el paraíso, o la expulsión del mismo, habitable; ella pastoreaba las palabras y las conducía por cañadas oscuras y las abrevaba en fuentes inéditas de luz no usada. El bosque como metáfora de secreta interlocución: hay que retirarse o esconderse en el bosque para reconocer esas otras voces que no se dejan oír en el trasiego del mercado, el bosque como forma de vida: un crecer orgánicamente entrelazado de luces y sombras, de vuelos de pájaros y raíces, un modo de cultivar soledades y ausencias sin sucumbir al dolor.
Ahora la K (del sillón vacío) de Ana María Matute, cual primitivo pictograma, avanza como los niños tontos y listos: un pie hacia delante, y una mano tendida al misterio de las cosas; la oscuridad de la noche, huérfana, se deja ahijar por sus palabras intemporales, eternas, como una salmodia o un conjuro. Porque "la palabra en definitiva es lo que nos salva", pero su palabra es también nuestra, pues nos la ha dado y confiado para seguir buscando, "porque todos y cada uno de nosotros llevamos dentro una palabra extraordinaria que todavía no hemos logrado pronunciar"
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