La gente se reunía en la iglesia para iniciar una procesión que tenía como fin la casa del enfermo.
Estos días hemos visto muchas imágenes de las procesiones del Corpus, claro que no son iguales a las de antes. Yo presencié unos minutos la procesión de Salamanca, capital, y no me produjo ninguna emoción especial, me di cuenta de la pérdida de solemnidad y solera que tenían otros tiempos no muy lejanos. Estas procesiones cuyo aliciente más llamativo y cromático son las niñas y los niños de primera comunión con sus vestidos de novia, blancos y vaporosos o sus trajes planchados y corbatas vistosas, no es más que una forma de rentabilizar el gasto ¿inutil? que se hizo en su momento en ropa para un solo día, bueno?. para dos días.
No es la procesión del Corpus el tema de mis recuerdos, pero sí la que me ha provocado unas imágenes contrapuestas y absolutamente diferentes. Son imágenes que de niño viví con mucha intensidad y yo diría que con fervor y que ahora me producen pavor. Son las indelebles, sombrías y lúgubres imágenes de las procesiones del Viático.
¿Qué es el Viático? Cuando pensaban que una persona estaba viviendo sus últimas horas, la familia avisaba al sacerdote, éste al sacristán, a los monaguillos y a los cofrades para asistir al enfermo y administrarle la extremaunción y la Comunión. La gente se reunía en la iglesia para iniciar una procesión que tenía como fin la casa del enfermo. Encabezaba la ceremonia una cruz portada por un cofrade. Siempre se buscaba el anochecer con el fin, pienso yo, de que los hachones (las velas gordas de los cofrades) lucieran con mayor esplendor y se reflejaran en las paredes de las casas y de los corrales, con un fondo amarillento, las sombras retorcidas de los devotos feligreses, como si fueran almas en pena en busca del purgatorio.
La esquila, dialogando con la campana ronca de la torre, con su timbre agudo y acompasado, marcaba el paso e irritaba los tímpanos y crispaba las conciencias; los hombres, todos sin boina, mostraban sus cabezas calvas o canosas o sus pelos ralos y revueltos; las mujeres enlutadas, el señor cura, Don Rafael, con capa negra, y Felipe, el sacristán, con el hisopo, cantando salmos en latín ininteligibles o tristes misereres y los monaguillos jugando al escondite entre las capas y las velas. Me recuerda unos versos de la Pedrada de Gabriel y Galán :" ?y los hombres abstraídos/en hileras extendidos/iban todos encapados,/ con hachones encendidos/ y semblantes apagados?/ Y enlutadas, apiñadas,/ doloridas y angustiadas/ enjugando en las mantillas,/las pupilas empañadas/ y las húmedas mejillas/?"
Al llegar a casa del enfermo, los hombres a un lado y las mujeres al otro, se formaba un pasillo ante la puerta de entrada y el cura, sacristán y monaguillos accedían a la alcoba del enfermo. Allí el cura rociaba con gotas del hisopo la cama y ungía los pies y la frente del agonizante con aceite de oliva. Se desprendía cierto olor a oliva que servía como tonificante. Yo participé, como monaguillo, en muchos viáticos y se me quedaron grabados muchos rostros moribundos, pero serenos, de enfermos postrados en camas antiguas con catres de hierro, en alcobas, a veces perfumadas pero siempre frías, de paredes blancas y adornadas con fotos de los antepasados, enmarcadas primorosamente, que se convertían en testigos del acontecimiento. Y en el ambiente se respiraba resignación. Yo creo que antes la gente estaba más acostumbrada a ver la muerte de cerca y en su propia casa, por ello más que pena era conformismo lo que provocaba la muerte a la gente recia de entonces, o al menos así lo veía y
Todo el pueblo vivía el viático. Todo el pueblo sabía que un vecino estaba a punto de morir. El silencio era sepulcral, el momento invitaba a ello, solo se oía el chisporrotear de los hachones desprendiendo un intenso olor a cera y como fondo las pisadas, a veces arrastradas, sobre la tierra de las calles. Aunque era frecuente no dejaba de ser siempre un acontecimiento. Si no participabas de la procesión del Viático , la esquila y la campana ronca de la torre se oían en todos los rincones del pueblo y te invitaba a reflexionar cuando no a rezar. Se respiraba un silencio anunciando una muerte.
En el regreso, los hombres ya se calaban sus boinas sobre sus cabezas, apagaba los hachones y cada uno tomaba la dirección de su casa, dejando tras de sí un suave murmullo que se extendía por las calles más próximas. A la iglesia solo retornaban el portador de la cruz, el cura, el sacristán y los monaguillos. La campana ronca de la torre y la esquila enmudecían.
Ahora que estoy recordando y reviviendo estas imágenes, pienso que el enfermo nunca se dio cuenta de esta parafernalia, porque si hubiera sido consciente de este protocolo, casi fúnebre, le hubiera dado ganas de morirse sin encomendarse a Dios ni al diablo (con perdón).
José González Sánchez