Con rostro ceñudo me mira mi oponente. Lo tengo a un metro de distancia y parece que nos separaran decenas de siglos. Qué demonios pensará realmente de mí. Nada bueno. A la vista está que es enemigo, de los que no están ni dispuestos a hablar con franqueza, ni sobre las cosas fundamentales. Eso: un fundamentalista es lo que es. Alguien al que conviene tener lejos porque nos puede liar con su palabrería irracional y extremada. O lo peor: nos puede convencer.
Su mirada insensible no oculta nada bueno. Su pose maleducada es repugnante. Sobrado hasta decir basta, con esta seguridad aparente que esconde todos los defectos del mundo. Una mala fe de libro, con la que pretende engañar a quien se ponga delante, en realidad solo a los entregados, y con un poco de suerte a algún indeciso despistado, sin reparos, con disimulos infantiles, con argumentaciones descaradamente absurdas, hechas cara a la galería.
En un momento dado, se le escapa su intolerancia. Cómo será tan visceral y arbitrario. No puede dominarse ni en momentos como este, aquí en mi presencia. Levanta el brazo como si fuera a pegarme, pero al fin la razón le detiene. Pues tendría que haberse atrevido. Le había adivinado la intención y ya estaba dispuesto a extender mi brazo con fuerza y a aplicarle una llave de las que cierran todos los atrevimientos. Además, pensaría de verdad que con este cuerpo enclenque era capaz de hacerme nada. No ve que ni tiene fuerza para golpearme. Qué digo para golpearme. No tiene fuerza ni para hacerme dar un paso atrás.
Se cree que no lo he visto. Su impotencia le hace cambiar de estrategia y ahora se pone zalamero. Relaja las cejas y deja escapar una leve sonrisa, que no me engatusa. Sigue mostrando en su cara la intención egoísta. Su carácter malvado y traicionero. No, desde luego si piensa que me va a pillar en algún renuncio se equivoca mucho. No me voy a dejar enredar en conversaciones. Ni mucho menos en negociaciones que nunca se sabe donde puedan acabar. En donde uno menos se espera, trastornando todas mis convicciones largamente asentadas y haciéndome aceptar lo que no quiero. Ni hablar. Prefiero la mala cara del principio que estos intentos aviesos de persuadirme, de llevarme a su terreno resbaladizo donde me va a dominar sin piedad, y me va a restregar por la cara lo equivocado que estaba. No, no me pillará con estas astucias. Soy hombre de una pieza.
Mientras pienso todo esto, me termino de secar el pelo con una toalla, el otro hace lo mismo. Me lavo los dientes y me los enjuago con agua templada, el otro hace lo mismo. Acabo de peinarme los cuatro pelos, antes de que se acaben de secar y se vuelvan ingobernables, el otro hace lo mismo. Acabo y antes de salir del baño, apago la luz. El otro desaparece del espejo, como si nunca hubiera existido.
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