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Todos suspensos
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Todos suspensos

Actualizado 04/04/2014
Ángel González Quesada

Los resultados del último informe PISA de la OCDE sobre capacidad de resolución de problemas cotidianos de los jóvenes, realizado en todo el mundo, vuelve a colocar a la juventud española en los últimos lugares, como viene sucediendo una y otra vez con los estudios sobre capacidad lectora, habilidades matemáticas elementales o comprensión simple de términos científicos. Inmediatamente, el estallido de la consabida batalla entre los diferentes estamentos educativos oficiales (Ministerio, profesorado, pedagogos de despacho, comerciales de editores, docentes estadísticos o analistas de telediario), ha mostrado la inclemente lucha que indefectiblemente se plantea entre ellos por cargarle al otro la responsabilidad de los deprimentes resultados y el mochuelo del patético fracaso.

A la ya recurrente discusión sobre las carencias y defectos de los actuales métodos de enseñanza (excesivo peso de la memorización y la repetición mimética, falta de cauces escolares para la reflexión individual, brutal manipulación política de los programas educativos, negligencia y vagancia docentes impunes o ausencia de reciclaje del profesorado, acceso administrativista a la docencia sin filtros de tipo ético ni psicológico, nepotismo institucional en entidades y centros, etc.) han venido a añadirse algunos estudios sobre diferencias en el informe PISA entre los jóvenes españoles procedentes de diferentes clases sociales, con la sorpresa (para algunos) de descubrir una relación directa entre los peores resultados y la mejor situación económica, lo que viene a explicar en parte esos desastrosos resultados: el valor absoluto que en este país se concede al poder económico sobre cualquier otra consideración para la prevalencia social.

La falta general de implicación de los padres en el proceso educativo de sus hijos (disimulada a veces bajo el paternalismo posesivo, el erróneo ejercicio de la autoridad o la ridícula amenaza permanente; y, por lo que se ve, también bajo el dinero), la desatención y supina ignorancia familiar y de las instituciones sobre la socialización de los jóvenes y los modelos y referentes que se les procuran para su maduración (el embrutecimiento de las formas de ocio, la presión social para la pertenencia a círculos o ámbitos de deprimente estupidez y simpleza, la banalización de la cultura y la manipulación mercantilista de los gustos y las aficiones, la brutal homogeneización de los afanes, el endiosamiento y la imitación de la mediocridad, el desprecio del esfuerzo o la desvalorización de la ética y la filosofía), tal vez puedan explicar un poco más ese bochorno, ese fracaso, ese suspenso sin paliativos que toda la sociedad española recibe cada vez que, a través de sus jóvenes, se la examina.

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