El bautizo católico es una de esas celebraciones que marcan un antes y un después, que congrega a familiares y amigos, que conlleva un protocolo y unos tiempos que hay que cumplir. En aquella ocasión se cumplió casi todo: recién nacida, padres, padrinos, familiares y amigos de punta en blanco, iglesia en horario de tarde y merienda. Solo faltó un pequeño detalle: el cura.
Era una espléndida tarde de finales de junio en las que el sol calienta lo suficiente para hacer sentir la proximidad del verano pero sin llegar a resultar molesto. A las cinco de la tarde, eran las cinco de la tarde, la familia en pleno con sus allegados estaba a pie firme en la iglesia, esperando amablemente a que el sacristán avisara al sacerdote para comenzar el acto.
Pasaron los diez minutos de cortesía y la amabilidad empezó a evaporarse con el calor del estío. El pobre sacristán no tenía respuestas a las muchas preguntas, aunque todas las preguntas se podían resumir en una: "¿Dónde está el cura?"
Aquella era una época en la que las parroquias funcionaban como una gran familia, los móviles no existían más que en la imaginación de algún hijo de Julio Verne, y los curas tenían la buena costumbre de vivir cerca de sus iglesias. Gracias a eso, el sacristán, presionado por la familia y los lloros del neonato, pudo acercarse al pisito del párroco por si le había ocurrido algo. Tardó en regresar, no porque se hubiera perdido, sino porque no se atrevía a entrar en la iglesia para informar de que el cura estaba desaparecido.
Cuando por fin se decidió e entrar para comunicar la desalentadora noticia, se encontró al bebé acostado sobre el altar llorando a pleno pulmón porque se había hecho de todo encima (los pañales eran de tela), a los invitados fumando como desesperados en la puerta o tirados por los bancos muertos de aburrimiento, a las mujeres de la familia consolando a la madre angustiada por semejante presagio de desgracias futuras, y al padrino intentando tranquilizar al padre que amenazaba con largarse con la niña y dejarla sin cristianar para los restos.
Hora y bastante después de las cinco de la tarde, cuando el padre de la criatura, decidido a cumplir su amenaza, cogió a aquel rebujo de puntillas, lágrimas y mocos en que se había convertido el bebé, y embocó la puerta de la iglesia para nunca más volver, apareció el sacerdote. Pidió tranquilidad, estaba en las carreras de galgos y se le había ido el santo al cielo.
Fue el bautizo más rápido y malhumorado de la historia, pero había que entender al buen hombre, estábamos en fiestas.
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