Estos olivos, los que aplaudían con sus ramas al soplo de la brisa, vitoreaban y abanicaban antaño al Duero, están hoy casi agónicos. Parecen ancianos derrengaos, entristecidos, sobreviviendo cada uno en la triste, abandonada y llena de hierbajos, en la habitación de su paredón, como si fuese el asilo de una residencia de ancianos sin renuevos, olvidada y arruinada. ¡Cuántas generaciones de arribeños invirtieron su trabajo en estos olivares de Las Arribes! Cada vez que nace un niño nace un heredero. Pero estos olivos heredados de los abuelos ya no tienen renuevos para ser heredados. Están envejecidos, aunque aún les palpita el alma.
Los abuelos que aterrazaron estas laderas con bancales, no lo hicieron por un interés a corto plazo, lo hicieron porque era su sustento, y sobre todo, era la mejor herencia que podían dejar a sus hijos y a sus nietos. Un olivo puede vivir hasta 2.000 años y el abuelo que plantaba un olivo sabía que 33 generaciones de sus tataranietos vivirían de su trabajo.
-Por esto, cada vez que recordamos a nuestros abuelos, éstos resucitan un poco y se sienten menos muertos- reflexionó la Memoria.
¡Qué duros fueron aquellos ribereños, aquellos labradores nervudos y perecederos, pero que hicieron un trabajo casi imperecedero plantando olivos, eran dueños de su mísero terruño. Aquellos pastores descendientes de los vetones que imploraban al dios sol, a la diosa madre naturaleza y al dios Duero quieren seguir viviendo. Aquellos hombres del silencio, filósofos del cansancio, del hambre, de la miseria, del sufrir diario, cartujos contemplativos. Aquellos no pensaban en el suicidio. Aquellos abuelos sabían que el hambre no tiene color, porque el hambre tiene todos los colores del arco iris, los colores de mañana, del mediodía, de la tarde, del oscurecer, hambre de la noche por haber comido poco durante el día. Y aquellas gentes cantaban, tenían un alma austera, pero sensible sudando esta bella tierra:
La Ribera tiene un almaentre sensible y austera,amasada día a díasudando esta bella tierra.
Cuando aquellos abuelos, segando, podando, levantado paredes, si se machaban o se hacían heridas, lo más inmediato era lavar y curar la herida meando sobre ella. Si no se curaba, la lavaban con agua cocida con hojas de oliva. Pero si la herida se infectaba recurrían a lavarla con agua cocida con la salvia, que todo lo salva.
El Duero fue temido, mitificado, divinizado por celtas, vacceos y vetones que habitaron estas riberas arraigados en aquella Arribesía. El río era su compañero rumoroso y apacible en tardes serenas, pero ¡ay! cuando el gran Río se convertía en el dios tronador. Copiemos de los celtas su culto a la naturaleza, a aquella Arribesía y borremos aquel sentido mítico que tenían del Duero, porque ahora ya sabemos de dónde viene, a dónde va, por qué se enfurece y quién es este monstruo de la naturaleza.
Hace tan solo cuatro o cinco décadas, desde La Code en Mieza se veía el verde ceniciento de las olivas resaltando entre lo oscuro de los paredones y el color grisáceo y blanquecino de la tierra arenisca muy bien laborada. A veces era más alto el paredón que el ancho de lo aterrazado. Este fue un trabajo duro y solidario de generación en generación. Hoy está solo, abandonado. ¡Si abrieran sus ojos! Volvería a cerrarlos.
En Las Arribes tenemos las pétreas construcciones de los muros de sus casas, los soportes graníticos de la pizarra en las balconadas, los hincones en las paredes delimitando mini-parcelas, en tantas y tantas parcelas pequeñas, con tantas y tantas paredes cercando mini-cortinas y cerraos que hacen de estos pueblos un tablero de ajedrez. Nos quedan cabañas, puentes, pontones, fuentes, estelas. ¡Cuánto sabían de la piedra aquellos hombres! Pueblo mío:
La concentración, ¿dónde está?en el fondo del mar, matarilerilerá