Fotografía: Pablo de la Peña
Las escaleras tienen su encanto. Algunas, como la escalinata de la Plaza de España en Roma, o las de la Estación Central de Nueva York y las que llevan al puerto de Odesa, en la ahora convulsa Ucrania, han dado lugar a escenas memorables en la cinematografía. Salamanca, que en su minúscula imitación de Roma se asienta sobre tres cerros en su parte antigua, más alguna otra elevación si incluimos los tesos de la periferia, no es ciudad de muchas escaleras. Para subir escaleras están las torres, es verdad, con los espacios de Ieronimus y la Scala coeli. Ahí sí que se pueden contar escalones. Pero en la arquitectura urbana, si quitamos las de la Riojana o Peñuelas de San Blas, que tampoco son gran cosa, las demás no dicen nada. Hombre, para tomar el sol de febrero, los años que se puede, que este ni asomó, sirven las de la Clerecía, para el turismo, y sobre todo las de Anaya en el territorio estudiantil. Pero en general no tienen encanto, aunque sumen escalones. Las del barrio del Carmen, la calle don Bosco, las que bajan de Ciencias a la Vaguada? Como que les falta algo y en ellas los atardeceres son insípidos. Si las suprimiesen tampoco pasaría nada.
En los últimos tiempos se está insistiendo mucho, afortunadamente, en posibilitar el acceso de las personas con problemas de movilidad a todos los espacios urbanos. Es cuestión de justicia, porque todos tenemos derecho a desplazarnos por la ciudad sin tener que superar infinidad de barreras, algunas inaccesibles. Y si podemos dar una solución a quien tiene estos problemas, bienvenida sea siempre. Eso sí, en la zona monumental hay que cuidar siempre la estética y proceder con gusto y buen criterio a la hora de llevar a cabo las intervenciones destinadas a sustituir escalones por rampas. Como tampoco tenemos escalinatas para perpetuar entre los recuerdos, ni siquiera con las de Plaza Mayor, que hasta la del Ochavo se quedan en insinuación, tampoco pasa nada por suprimir escalones en donde se pueda.
Por estas fechas, el entorno catedralicio anda de obras para suprimir escalones. En algún caso la mejora es evidente se mire por donde se mire. El acceso desde Tentenecio a Juan XXIII ha ganado en todos los sentidos. En otros lugares, como en la Plaza de Anaya para subir al atrio de la la catedral, se podía haber pensado, porque el acceso está garantizado desde Pla y Deniel con tan solo rebajar el mínimo escalón que existe. Pero esto ya son interpretaciones, porque mientras el resultado sea bueno, tampoco hay que andar mareando la perdiz con estos asuntos. En todo caso, resulta llamativo que mientras el Ayuntamiento allana obstáculos para facilitar el acceso al templo, quienes lo rigen interponen barreras. Serán los signos de los tiempos, qué le vamos a hacer. Pese todo, Salamanca continúa siendo una ciudad perfecta para pasear, pese a carecer de una escalinata de película. Aunque quién sabe, que con tanto director como tenemos lo mismo a alguno se le ocurre inventar la escena de escaleras que introduzca a Salamanca en la historia del séptimo arte. La piedra dorada y los diáfanos atardeceres de celajes irisados en rojos contribuirían a la perfección a lograr la secuencia perfecta.