, 19 de enero de 2025
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Pasado, futuro
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Pasado, futuro

No es por gusto, ni por oportunismo. Pero habrán corrido ríos de tinta (por más que esta metáfora empiece a quedarse obsoleta pues ya lo que corren son imágenes y bits) sobre el aniversario de las matanzas en los trenes de Madrid y aunque personalmente quería soslayarlo se hace imposible ignorar la avalancha de información de esta semana. Callar podría indicar indiferencia. Aunque decir provocará rechazos.

Resulta que tenemos que seguir escuchando que hay teorías enfrentadas. Podrían ser verdad ambas, o todas las que se quieran. Quizá la propia policía se avergonzó de no haber podido prever un atentado que seguramente se gestó bajo sus narices y tomó posteriormente atajos indebidos para castigar a los que sabía verdaderos culpables. Quise revisar, por si me servía de lenitivo, la película de Enrique Urbizu que se llevó tantos premios Goya en el 2011: No habrá paz para los malvados y sobre la que, sin embargo, no he leído demasiado acerca de su paralelismo con la tragedia de Atocha. Situada en la semana de un 7 a un 14 de marzo que también cae en domingo, con confidentes islámicos y referencias incluso a la calle Tribulete donde se vendieron los móviles, un protagonista astroso, casi sin quererlo, consigue evitar un atentado islamista en la ciudad de Madrid en la antesala de una supuesta cumbre del G20. Al final oímos las risas de los niños del centro comercial donde, en la ficción, sólo en la ficción, no estallan las bombas.

Los norteamericanos rizaron aún más el rizo y en un film como Deja vuquisieron exorcizar sus demonios inventando una especie de máquina que permitía enderezar la historia y retrotraer el tiempo para que el atentado terrorista -que estremece en las primeras escenas- no se llegara a producir. Sin muchas sutilezas la rodaron en el 2006 y la situaron en Nueva Orleans, un año después del desastre del Katrina que, como el 11S, como el 11M nosotros, no lograron evitar. Por cierto que también se enzarzaron luego con críticas políticas por bandos según el color (republicano o demócrata) de los gobernadores de los estados más afectados. Pero no existen las máquinas del tiempo. Sólo nosotros decidimos cómo queremos vivir el futuro.

La única teoría para mí es que nos hicieron tanto daño los que pusieron las bombas como los que nos impidieron acercarnos a los afectados a los que enseguida pusieron colores y banderas de partido. Nos situaban así a los espectadores de un lado o del otro. Jugaron, juegan, al tenis con nuestros sentimientos. No nos dejan llorar a los muertos.

Aún recuerdo el comentario de mi madre, apenas levantando los ojos de su labor de costura, diciendo, y con ello contraviniendo a los visionarios de aquel entonces: "pues creo que voy a votar a los otros -se refería al PSOE- a ver si solucionan mejor el problema de la ETA". ¿Alguien se ha preguntado cuántos fallecidos en esos trenes pensaban votar tres días después a los populares, a los socialistas? A esos muertos no les favoreció ni perjudicó lo que sus afinidades políticas obtuvieran en las elecciones. Lo que cambió fue su vida, su muerte, no el color de un gobierno que, por lo demás, no deja de ser un conjunto de funcionarios temporalmente a nuestro servicio. A lo peor aquella masacre no sólo cambió, si es que lo hizo, el resultado de unas elecciones. A lo peor las bombas esparcieron también una especie de metralla viral que no deja de envenenarnos impidiéndonos convivir o simplemente vivir.

Quizá escribo así porque no iban familiares míos en aquellos trenes. ¿O sí? ¿Viajaba en ellos el médico que un día me iba a salvar la vida y ya no podrá hacerlo? ¿No se dice que estando en contacto con un mínimo de seis personas se está en contacto con todo el mundo?

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