Pensándolo bien, febrero hasta podría no existir. Es un mes primo, no quiero decir tonto, sino numéricamente primo, aritméticamente primo: o sea, el entero que solo es exactamente divisible por sí mismo y por la unidad. ¿Queda claro? No, don Ubaldo, mi no entender. "¡Pues a la pizarra, Lozano!" Y se armaba, vaya si se armaba. Tanto que el pretérito perfecto de aquella memoria en el colegio pasó a indefinido y de ahí quedan secuelas; por eso, ya digo, por mí, febrero como si se la pela. Y supongo que no soy el único que anda y nada en estas historias. No sé si febril, la otra noche escuché, oí más bien, en la radio a todo un parlamentario a Cortes referirse al hecho de las cuatro semanas de febrero que computando, comprenden veintiocho días. Y tan fresco se quedó. No es para menos y quedé helado pese a la fiebre. De ahí que, al despertar y ver que el dinosaurio aún estaba allí percibí que vivía el mes de febrero, que escribía en el día del cumpleaños de mi madre y que a uno guardaba la sorpresa de sentir el sol tras los cristales del autobús pasando Corrales del Vino.
No hace días, Domingo, el conductor con quien íbamos en el primero de la madrugada, nos desvelaba de la modorrina para que viéramos la niebla como prodigio de Edgar Allan Poe. Entonces, uno despierta, febrero existe, como Suiza, que es la existencia de un país inexistente, pues sólo existe para los suizos (que no bollos) y para el ¿Quién da más' ¡No va más! de tener una cuenta en Suiza que es como tener un recuerdo de familia en este país de charanga y pandereta y esperpento. Febrero existe para percibir que huele a carnaval y a los cuernos de don Friolera, y a Forges y a 'Suiza, patria querida', mientras don Estrafalario y don Manolito van del brazo y por la carrera de San Jerónimo en la capital del reino. Estas ocupaciones carnavaleras son como una enmienda a la totalidad de las conciencias. Lo importante del carnaval no es el baile de máscaras sino las vísperas en que se corre la danza. Ya lo confesaba una vieja druida en las proximidades de las escaleras del Senado romano, cuando veía llegar el séquito de tribunos rodeando al emperador mientras ella se afanaba en dirigir su mensaje hasta oídos de César: "¡César, César, guárdate de los idus de marzo!" Y ya saben lo que vino.
¿Pero queda aquí algún hombre honrado sobre el que Marco Antonio pueda levantar su cadáver ante los amigos y ciudadanos del pueblo romano? O sea, alguien que no tenga una cuentilla en Suiza, más o menos.