La tarde se presentaba inestable. Cielo oscuro, nubarrones negruzcos. A ratos soplaba el viento. A pesar de la desfavorable meteorología, me abrigué bien y me fui a dar un paseo.
Encaminé mis pasos hacia la Rúa con la intención de acercarme a la catedral, zona "horribilis" por el frío que por allí se pasa. La calle de la Rúa fue, durante años, mi calle, mi calle mayor, como la película de Bardem. Por ella caminé a diario durante mis estudios universitarios, en la facultad de Derecho, en el edificio inaugurado en el curso 1953-54 (hasta entonces se impartían los estudios jurídicos en el llamado edificio histórico) sito en la Plaza de Anaya, al ladito del que había sido, durante siglos, su casa. ¡Qué placer el curso de cuarto de carrera, que nos correspondía aula con balcón a Anaya, asomarnos entre clase y clase y poder contemplar toda la belleza arquitectónica de las catedrales con su imponente torre de las campanas! ¡Qué animada la plaza de Anaya con tantos estudiantes sentados por doquier! Calle viva, calle llena de jóvenes, calle estudiantil como ninguna.
Y mi particular calle mayor tenía una belleza melancólica, de ciudad de provincias pero con el pedigrí que presta el ser universitaria. Y, sobre todo, era una calle con existencia propia, con su tintorería, su mercería, su farmacia, sus fruterías, su pescadería, sus tiendas de zapatos y hasta una pequeña tienda famosa por sus pestiños y, cómo no, sus librerías.
Esa era mi querida y entrañable calle. Años después volví a pasar a diario por ella por razones de trabajo, pero ¡qué lástima! Ya no era la misma. Empezaba a estar vacía. Ya no había coches. Se había peatonalizado, no sé por qué, pues ahora se ha llenado de terrazas que impiden el paso y la visión, al fondo, de la torre de las campanas. Esa falta de tráfico fue determinante para el empobrecimiento de la calle, al menos desde una óptica vital, y las pequeñas tiendas fueron sustituidas por establecimientos de venta de souvenirs, principalmente ranas y últimamente, también, de productos del cerdo. Y, eso sí, hay un permanente olor a comida.
El rejón de muerte se lo dio una medida universitaria que no entendí en su momento y sigo sin entender: trasladar la facultad de Derecho al Campus (rectius, cementus) Miguel de Unamuno. Este cambio supuso el fin de mi calle universitaria y creo que también ha extendido su efecto a toda la zona centro. En fin, que esa calle preciosa ha muerto y sobre su cadáver han erigido una calle que puede estar en cualquier lugar de la costa.
Entre todos la mataron, pero ella sola se murió. En mi memoria quedará siempre mi calle mayor. Su recuerdo no me lo pueden arrebatar.