Invitado por un amigo, he asistido a la tradicional matanza doméstica del puerco, realizada en el museo rural donde vive mi anfitrión, transformado temporalmente en matadero y carnicería eventual durante unas horas, con matarife, veterinario, ayudantes, curiosos, frío y lluvia, incluidos.
Legendaria costumbre matancera que ahuyentó el hambre de tantos estómagos vacíos y bocas secas, en tiempos de posguerra, cuando el cerdo era animal de subsistencia, el cocido almuerzo diario y el embutido cena costumbrista en torno al brasero de cisco, mientras el viento silbaba en la ventana y la radio de válvulas era altavoz de compañía.
Trabajo familiar colectivo es la matanza, comunidad de esfuerzo solidario, quehaceres aislados compartidos, ocupaciones rudimentarias y tareas individuales realizadas en equipo con gracia, entusiasmo y oficio, poniendo al descubierto una sabiduría popular ignorada en enciclopedias, manuales y libros de texto.
A golpe de perrunillas, pastas y aguardiente sobrellevamos el madrugón y estimulamos el ánimo adormilado a primeras horas de la mañana, cuando faltaba la luz, amenazaba lluvia, entumecía el frío, la tensión iba de mano en mano y los marranos descansaban en la pocilga ignorando que en pocos minutos serán embutidos en sus tripas.
Tras noquear el cebón con un disparo, sangrarlo a cuchillo por el "hueco", chamuscarlo, descabezarlo, canalizarlo por el espinazo y descarnarlo en jamones, lomos, solomillos, costillares, presas y pancetas, tocó descansar y alimentar el cuerpo, en torno a una mesa bien dispuesta con fuentes nutridas de farinatos, morcillas, chorizos y torreznos, regados con vino, cerveza, refrescos y un café acompañado con bollo de calabaza.
Dispusieron las mujeres todos los preparativos el día anterior, madrugaron las primeras el día del sacrificio, encendieron la chimenea, hirvieron calderos de agua y prepararon el desayuno para los varones que dominaron al animal, lo ajusticiaron, despiezaron y picaron, antes de abandonar el teatro de operaciones, dejando en manos de las mujeres largas horas de adobos, morcillas, embutidos y limpiezas.
Los hombres sumaron trabajo, pero las mujeres lo multiplicaron. Los machos se acomodaron en la mesa para el almuerzo, pero las féminas comieron de pie. Los varones despiezaron al animal, pero las damas limpiaron las tripas. Los señores manejaron los cuchillos, pero las señoras no se apartaron de los fogones. Los caballeros descansaron en la sobremesa, pero las consortes siguieron trabajando toda la tarde.
La abnegación, renuncia, sacrificio, simpatía, disponibilidad y esfuerzos de las mujeres hicieron posible la familiar matanza tradicional, porque fueron ellas quienes realizaron el trabajo oculto, modesto, duradero y silencioso, con dedicación, celo, maestría, precisión, cariño y buen humor. Esto ha dejado en mi recuerdo la matanza que he vivido en casa de mi generoso amigo Poli, junto a María José, Fernando, sus hermanos, sobrinos, nietos y la pequeña Celia para quien no fue madrugar aquel día porque solo se madruga para ir al cole.