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El sexto mandamiento
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El sexto mandamiento

Actualizado 06/01/2014

Los conceptos de erotismo y lujuria son muy distintos para un sultán inapetente que tiene la posibilidad de satisfacer a cuarenta esposas que para un pastor libidinoso de la Sierra de Francia que pasa la mayor parte de su tiempo en la soledad de la montaña. Un esquimal y una negra del Congo se encandilan por matices muy diferentes en materia sexual, en el juego amoroso y en la forma de comportarse con sus parejas, aunque en el fondo el sultán, el quinto aragonés, el esquimal y la congoleña compartan la misma llamada de la madre Naturaleza.

Jose Javier Muñoz 11 El sexto mEntre los escasos recuerdos de mi lejana infancia y los peores de mi adolescencia abundan los que tienen que ver con la maldita obsesión de los curas y moralistas en general por condenar el sexo. Acariciarse con una chica guapa era bueno, excitante y muy placentero, pero por alguna razón que yo no lograba entender podía llevar directamente al infierno. De cualquier modo, la alternativa de privarse de lo bueno para ganar el cielo tampoco me parecía muy estimulante porque nos pintaban el supuesto Paraíso como un espacio algodonoso y asexuado donde viviríamos para siempre jamás cantando loas al creador. Entre que nunca he tenido buen oído para la música y que allí echaría de menos lo más apetecible, el sacrificio que suponía huir de la tentación me tuvo bastantes años sumido en un sin vivir de escrúpulos morales y escepticismo. En La decadencia del arte de mentir, publicada no hace mucho en España, Mark Twain pone en boca del ángel caído esa paradójica invención de la mente humana: "Ha concebido un Paraíso y ha dejado fuera del mismo el más supremo de los deleites, el éxtasis único que ocupa el primerísimo lugar en el corazón de todos los individuos de su raza ?y de la nuestra?: ¡el acto sexual! Es como si a un agonizante, perdido en un desierto abrasador, le permitiese un eventual salvador poseer todo aquello que deseara, excepto un deseo: renunciar al agua".

La segunda gran religión monoteísta, el Islam, promete en cambio un paraíso ahíto de placeres sexuales. Pero, ojo, sólo a los hombres, que dispondrán para su disfrute de hasta setenta y dos vírgenes mientras las mujeres, incluidas las esposas de los afortunados, no catarán varón. Dejando a un lado el hecho de que las vírgenes tarde o temprano dejarán de serlo, semejante grado de machismo no parece molestar a los progres que se manifiestan contra la iglesia católica. Este detalle es doblemente curioso porque las normas de la religión mayoritaria en España sólo son de obligado cumplimiento para sus fieles, a diferencia de las del Islam que no distingue entre política y religión, iglesia y estado. Puede que la condescendencia de nuestra izquierda con semejantes dislates se deba a que el igualitarismo, uno de sus mantras favoritos, llegará en el paraíso musulmán hasta el extremo. Claro que esto únicamente beneficia también los varones, todos los cuales serán allí de la misma edad, 33 años, y la misma estatura. De este último dato no he encontrado referencias; quizá el redactor del Corán no tenía a mano un censo de quintos como los que documentaban en España la talla media.

La mayoría de los pecados (como también de los anatemas, tabúes y delitos contemplados por las distintas religiones, civilizaciones y culturas a lo largo de la historia) son en realidad actos que conllevan riesgo para la salud física o psicológica de los individuos y los pueblos. El desarrollo tecnológico los va derogando o invalidando a medida que aparecen antídotos y vacunas que palian sus efectos. Vale para las imposiciones, prohibiciones y castigos relativos a la alimentación, los hábitos domésticos, el comercio y a cualquier hipotético conflicto en las relaciones entre humanos y de éstos con la Naturaleza. Y especialmente, claro, para el sexo, asunto que cada pueblo enfoca a su manera. En su Teatro Crítico Universal, de la primera mitad del siglo dieciocho, el padre Feijóo mencionaba lo que denomina torpes licencias existentes en varias naciones: En Malabar pueden las mugeres casarse con quantos maridos quisieren. En la Isla de Ceylán en casándose la muger, es común a todos los hermanos de el marido; y pueden los dos consortes divorciarse quando quieran, para contraher nueva aliança. En el Reyno de Calicur, todas las nuevas esposas, sin excepción de la misma Reyna, antes de permitirse al uso de sus maridos, son entregadas a la lascivia de alguno de sus Bracmanes, o Sacerdotes. En la Mingrelia, Provincia de la Georgia, donde son Christianos cismáticos con mezcla de varios errores, el adulterio passa por acción indiferente; y assí, raríssima persona ay, ni de vno, ni de otro sexo, que guarde fidelidad a su consorte.

Qué pintará ahí, me pregunto, el sexto mandamiento.

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