Esta ciudad se ha aferrado a Unamuno como un clavo ardiendo, para lo bueno y para lo malo, en la bonanza y en la crisis, en la dictadura y en la democracia, en la salud y en la enfermedad. Entre Salamanca y Unamuno existe un matrimonio de conveniencia según se mire a derecha o a izquierda de la clase política que es como la derecha e izquierda del espectador de la calle mirando como pamplinas un escaparate. Lo mismo da, el roto que el descosido, ciertamente cuando esta ciudad quiere emplear el alma para algo más que para venderla al mejor postor tira de Unamuno como un alma en pena sin saber a dónde ni cómo ni porqué tal empeño en el que va el rostro, o mejor dicho, la careta. Ya se sabe que aquel día en que las casacas azules y corbatas negras inauguraron la escultura de las Úrsulas en que este hombre penetra con los ojos de rana en el balcón de su casa el escultor de la pieza celebrada se encontraba disfrazado, resguardado en la puerta de 'Casa Nani' pues era un prófugo del régimen y ni su voz ni su cara eran bien vistos en el evento. Pablo Serrano guardó mudo aquella festividad de ver cómo inauguraban su escultura reclamada desde entonces como una peregrinación anual para dar fe del martirologio de un hombre que no había sido querido por nadie aunque todos lo negaran.
Unamuno agarró del brazo a Indalecio Prieto para dar constancia de su palabra ante las masas y otra vez lo hizo del brazo de la mujer de Franco para salvar la vida de un malandrín con tan malas pulgas como las que rodeaban el parche en uno de sus ojos. Vivió desde entonces como pudo, sin salir a la calle, pues vivía recluido en su casa como una momia viviente de la filosofía universal, junto a Séneca sin atreverse a tanto, junto a Aristóteles y Schopenhauer mientras buscaba a un personaje de su rival y amigo Pirandello. En estas estaba cuando el falangista que lo acompañaba aquella tarde última del mes de diciembre, pocas horas antes de la nochevieja de cólera y sangre que festejaba el país advirtió un olor a zapatilla quemada haciéndole correr como un poseso mientras gritaba que él no lo había matado. No lo había hecho, no. El corazón delata inquebrantables razones y una de ellas es que cuando se para se detiene, contra esto y aquello, la niebla del alma.
Me pregunto si Pablo Serrano puso en hora el reloj de la escultura alguna vez: he ahí la dramaturgia de Pollux Hernúñez en un imposible para la Universidad ni en su ochocientos aniversario.