No hizo Tomás Bretón otra cosa que luchar contra el destino, desde que vino al mundo en la penumbra de una humilde alcoba salmantina situada en la calle Alegría, el 29 de diciembre de 1850, mecido con olor a pan reciente que se ennegreció enseguida al abandonar su padre la vida y el horno de leña, dejando un funerario humo de encina en torno al infante de dos años, prematuramente huérfano y sin futuro, cuando había iniciado ya su doloroso camino por el valle de lágrimas que le esperaba, hasta ganarse un lugar en la historia universal del pentagrama.
Físicamente débil, enfermizo y con las fuerzas contadas, su madre vio en la música un posible futuro para aquel niño tan escaso de salud, fuerza y complexión. Decidida a ello, cerró el negocio familiar y convirtió el hogar de leña negra en casa de pupilaje para subsistir a la miseria y sacar adelante a sus dos hijos, Tomás y Abelardo, siendo Tomás empujado por el chocolatero Sánchez Crespo, quien prestó a la señora los treinta reales que costó el primer violín que acariciaron sus manos.
Aprendió rudimentos de solfeo en la Escuela de San Eloy, marchando con quince años a Madrid, donde se costeó la carrera tocando el violín en las iglesias, de boda en boda, de funeral en funeral, de bautizo en bautizo, de misa en misa, de bar en bar y de teatro en teatro, evitando por la noche molestar a otros huéspedes de la pensión, amortiguando con papeles las vibraciones de las cuerdas del violín cuando ensayaba.
Finalmente llegó el éxito para este maestro de maestros en 1893 cuando aceptó poner música al sainete de Ricardo de la Vega La verbena de la Paloma, retrato fiel del Madrid de finales del siglo XIX y considerada obra maestra de la Zarzuela, sorprendiendo hoy que quien más luchó por la ópera española, sea conocido por una zarzuela.
Este humilde salmantino superó los problemas de su procedencia social, a base de voluntad, esfuerzo y sacrificio. Forjador de una vida en constante lucha contra su origen desamparado, llegó a ser profesor y director del Conservatorio y del Teatro Real, aspiraciones logradas sólo por aquellos que merecen tener un lugar en la historia, como le sucedió a sus destacados alumnos Pau Casals y Manuel de Falla.
Para honrarle, sus paisanos dieron su nombre al Teatro del Hospital y a la calle donde nació hace hoy 163 años, dando doce mil pesetas en la cuestación popular abierta para erigirle un busto, que algunos descerebrados se entretienen profanando con despreciables brochazos de pintura.