El vendedor de bicicletas se adentró en el bosque. El otoño también. Los animales más tímidos saludaban alegres al paso de un furgón desvencijado, que dejaba en el aire un sonido metálico. En el barro, unas huellas extrañas de animal mitológico advertían del paso del depredador.
La paz de aquel paisaje sacudió su silencio, agitó el plumaje y voló en estampida.
Al fondo del bosque siempre hubo una casa: tejado de pizarra con varias sumas y fracciones aún por resolver, puerta de forja, pared de adobe, ventanas de pavés y chimenea altísima. En el jardín, en medio de los caracoles, una joven recogía la ropa de la cuerda.
Su abuela escondía la mirada entre las páginas de un libro, mecida en el columpio del jardín. ¿Qué tal estoy? ?preguntó la joven haciendo girar su vestido blanco, lleno de margaritas? Muy hermosa ?contestó la abuela sin levantar los ojos de aquel libro?. Hoy es un día grande ?señaló la abuela.
Minutos después, ambas cabalgaron en sus bicicletas por el bosque silbando una canción blanca. La ciudad nos aguarda, hijita.
En la cestita de su bicicleta, la abuela había colocado, con extremo cuidado, varias docenas de huevos y un ramo de magnolias frescas.
Pronto llegarían a la ciudad, donde los altos hornos de las fábricas dibujaban sobre el cielo extraños árboles de humo.
Abuela y joven dejaron en la plaza sus cansadas bicicletas y pasearon de la mano hasta la iglesia. Una vez allí la joven caminó vestida de princesa hasta el altar.
Buenos días, señor Lobo ?dijo la joven. Buenos días ?contestó amenazadoramente el señor cura?. Buenos días ?dijeron los presentes, incluida una muchachita pálida con sus siete amigos.
Afuera, en la calle, aguardaba el futuro. Tal vez uno de esos finales con perdices y un cohete saliendo por una de las chimeneas.
Junto a las escaleras de la iglesia, relucientes como insectos de domingo, pastaban en la hierba ocho bonitas bicicletas.