En estos tiempos de crisis llegaba cada día a su despacho algún joven para dejar su currículum en lo que era otra estación de parada más de su vía crucis particular. En las caras de ellos advertía una vergüenza disimulada, un perdón por las molestias y lo que es peor, unas esperanzas rotas y la humillación que suponía buscar un empleo a cualquier precio. Era su deseo recibirlos personalmente, no le importaba el tiempo, tenía un sincero interés por saber en primera persona qué pensaban esos jóvenes engañados mientras se les pasaba el defecto de la juventud. Ellos, con la voz retraída y la desconfianza propia de las personas que han sido abandonadas a su suerte por una sociedad que no ha sabido dar respuesta a sus inquietudes, le contaban el gran esfuerzo y el camino realizado para llegar a convertirse en la denominada generación mejor preparada en la historia de este país, teniendo que asumir que, pese a pertenecer a ella, terminarían, después de completar una formación excelente, engrosando unos bochornosos índices de desempleo. Cuando se marchaban, él colocaba cuidadosamente esos currículum en un sitio destinado a tal efecto, donde se amontonaban gran cantidad de historias de superación para terminar durmiendo, probablemente, el sueño de los justos. Nada podía hacer, una gran desilusión e impotencia invadía su ánimo. Al sentarse, apesadumbrado, caía en la cuenta de que en ese sitio, en ese rincón del despacho faltaban dos currículum más, los de sus dos hijas, que a buen seguro estaban abandonados en otro rincón de quién sabe dónde.
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