Un año más, nuestros universitarios han celebrado su particular nochejoven, junto a miles de mozos y mozas venidos de otras tierras, camuflando todos sus manteos, bonetes, lobas y becas estudiantiles, bajo el gorro rojiblanco que protegía sus cabezas para evitar que las ideas académicas se congelaran en las mentes o se descolocaran al retumbar los zambombazos de los bafles sobre sus tímpanos.
Bullicio, diversión, risas, felicitaciones, buenos deseos y despedidas, antes de las vacaciones navideñas, con espiritoso néctar en la mano derecha y en la izquierda un gusiluz publicitario buscando alrededor algo que "pillar" del sexo opuesto para hacer más placentera la madrugada del viernes, cuando el vapor se había disuelto en la esperanza del encuentro.
Uvas compartidas en la plaza porticada más hermosa que imaginarse pueda, con agitación efervescente alejada de disciplinarias aulas escolares, donde la esperanza en el futuro se diluye como un azucarillo a golpes de mutilantes decretos que destilan impotencia y frustración en quienes debían ser la savia regeneradora de la sociedad.
Superada la catarsis festivalera, algunos descansaron felizmente acompañados al abrigo del amor, otros siguieron cantando por las aceras a la querida patria asturiana, muchos se recogieron en la soledad de su cuarto consolándose con lo que pudo ser y no fue, pero todos comenzaron a tachar fechas en el calendario, reclamando ya la próxima nochejoven que asomaba el perfil tras las tapias del año venidero.
Mientras esto sucedía, los gallos de la madrugada aplaudían con sus kikirikíes a los trabajadores del servicio de limpieza que agilizaban sus aspiradoras, escobas y mangueras, para llevar a los contenedores los restos de envases de plástico, vidrios rotos y despojos, resultantes de la feliz batalla librada por jóvenes almas contra el hastío de una crisis empeñada en robarles la sonrisa.