Escribir grandes reportajes para la televisión es lo que tiene. Hace más de dos meses que regresé de Mozambique. Allí estuve dos intensas semanas grabando en la región de los macúas, en Nampula, al norte del país. Hoy he acabado de escribir el tercer y último guión de los reportajes que aún no hemos empezado a emitir (el primero está previsto para el 29 de este mes). Y se me ha puesto la carne de gallina, se me ha vuelto el estómago del revés y me ha recorrido el espinazo un calambre de dolor. Con retardo.
Lo cierto es que, cuando estoy inmerso en la grabación, apenas si me detengo en las barbaridades que veo, escucho, siento y huelo. Paso recogiendo toda la información posible sin analizar ni profundizar más de lo necesario para seguir tirando del hilo. Y por la noche, antes de dormir, los del equipo anestesiamos los arañazos y raspones que nos quedaron en el alma con un poco de ron y unas risas sobre cualquier banalidad. Y así un día detrás de otro. Hasta quince.
Pero hoy, después de haber puesto el punto y final al último guión? me han entrado unas ganas tremendas de llorar. Y no me he querido aguantar.
He recordado a Sonia y a Angelina, dos chicas que vivían en la calle, con discapacidad física y psíquica. Dos niñas que han sido maltratadas, violadas y abandonadas. Dos menores que las misioneras combonianas han recogido, cuidado y resucitado antes de que las redes de tráfico humano, de tráfico de órganos, las trocearan para vender sus vísceras al mejor postor.
Hoy, tras repasar las historias recogidas y ordenadas en los tres reportajes de Pueblo de Dios, me he vuelto a encontrar con sister Irudaya. Allí no logré captar del todo sus palabras cuando mezclaba su asiático inglés con algo parecido al español y el portugués. No quise creer y fingí no entender que los 70 bebés de la "casa de la alegría" habían venido de la basura. Que sus madres habían muerto pariendo, o los habían dejado allí porque no los podían mantener. Y después las palabras de irma Asunçao. Nos contaba la monja portuguesa cómo había salvado a trescientos niños de morir desnutridos. Y de repente se le oscurece la mirada con una nube de tristeza cuando confiesa que no pudo hacer lo mismo por las madres. Que tardó demasiado en darse cuenta de que ellas morían de hambre porque se quitaban el último bocado para dárselo a sus hijos. Y así una historia detrás de otra. Pequeños reflejos de luz en el más oscuro de los escenarios.
Escribir grandes reportajes es lo que tiene. Que hasta que uno no lo ve en la tele, parece que no lo entiende.
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