He de reconocer que tengo la inmensa fortuna de conocer a personas extraordinarias.
Este relato versa sobre dos hombres llanos, hombres de iglesia, de pueblo, de barrio; Antonio y Paco.
A Antonio ya le conocía porque de vez en cuando recibe algún que otro reconocimiento (estoy convencido de que no le distraen de su oficio), y también porque es primo de dos joyas de la humanidad como Dori y Conchi, que son más que buenas amigas, y por cierto según me comentan Antonio de chico era el Tom Sawyer de Aldealengua, ¡quién lo pensaría!
Con Paco coincidimos compartiendo mantel, luego en la parroquia de la Asunción, y también recogiendo frutos de la huerta, que junto a los quesos de Gomecello merecen una mención especial.
Por si alguien no los conoce, ambos son curas.
Pensar en ellos es acercarte a un corazón palpitante repleto de humildad y vida, sus rostros están curtidos por el sol y por su obra.
Tengo que reconocerlo, me gustan más los curas con pantalones de pana y tergal, fuera de todo boato, anillos besuqueados e iglesias solemnes.
La palabra de Dios se hace en estos hombres, los que acogen a personas inmigrantes y comparten su casa y su pan, alguien me comentó que uno de ellos en un día de frío simplemente se quitó su abrigo y se lo dio a una persona que no disponía de él, esto no es generosidad, esto es una filosofía de vida, de entrañas.
Me encanta la misa de niños los domingos a la una, Pilar, Miguel, Conchi, Carmen, Marc, Percy, entre otros catequistas, con su música, con sus gestos amables, me encanta entrelazar las manos para cantar el padre nuestros gallego y aplaudir al final de la eucaristía el cumpleaños o santos de niños y mayores. La palabra es sencilla, cercana, Jesús habla siendo niño a los niños.
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