Hubo un tiempo en que Fernando Argenta comenzaba el programa de radio leyendo una carta de Cortos de la Sierra, provincia de Salamanca. En ella se le proponía la petición de un preludio de Bach, 'el viejo peluca', o el primer movimiento de un concierto de cuerda de Antonio Salieri elevado por el cine a la categoría de canalla sin venir a cuento; y él lo decía. En ese breve intervalo que tiene la vida desde el toque de diana hasta el de retreta a mí Fernando argenta me salvó la vida en la academia de Toledo oliendo a sardinas en lata, chuzo de campamento y soberano con cocacola que medía la esencia del cosaco en caso de batalla. ¿Cómo pensar que Mozart podía salvar el mundo, que era la mejor de las ONGs, que incluso hacía la revolución sin pegar un solo tiro haciendo sonar un clarinete antes de un partido de fútbol?
La música guarda ese misterio, pero ahí estaba el vendedor del adagio de Mahler, el aria de Donizetti, la chulapa de Bretón o el réquiem de Fauré para dar cuenta desde radio nacional que nada estaba perdido, incluso los sueños. El hijo del gran Ataúlto Argenta, que había interpretado a Beethoven sin salpicar una brizna a Karajan pero a quien a unos fastidiaba y a los otros también, convertía una hora de clásicos populares en la celebración de lo cotidiano. Mientras este país experimentaba el cambio de guardia, la celebración de las libertades y el cretinismo se hizo religión también, las ondas de la radio emitían un programa que tenía que ver con la inteligencia y el humor, dos soledades contra el empobrecimiento de la razón que se olvidaron hasta postergarlo en la nada. El apellido Argenta lo llevó también Cristina, su hermana, una etnógrafa misteriosamente humilde e impecable que murió en su madurez juvenil y sonora que radiaba las tonadas de una mujer de Peñaparda o un pastor de Valero con el alma, retransmitiendo el partido de la vida en la partida de ajedrez que Alfonso X había ideado siglos atrás. Por eso, cuando leo sobre la muerte de Fernando Argenta me quedo en ese hueco de la escalera que da al llamado entresuelo de algunas viejas casas y me pregunto por la existencia de los violonchelistas, si son de verdad o de juguete, si suenan no porque lo dicta un informe de Educación que los ignora sino una mujer que los escucha en un pueblo de la entresierra.
No hay pentagrama que resista este vandalismo que olvida, que sirva apreciar el papel que en este país ha tenido la cultura para aprender y para expresarse que habite en un músico callejero que guarda un concertista o una corchea que a los buitres espanta. Sea, para quien nos salvó de tanto.