Un periodista navarro dijo de mi novela El anzuelo de Bagdad: "Acorde con este tono periodístico, el lenguaje es sencillo, directo y comprensible para el lector medio, lejos de las características del lenguaje rimbombante y literario por antonomasia. En ese aspecto, El anzuelo de Bagdad recuerda a otras novelas del género, por citar una, a Territorio comanche de Arturo Pérez-Reverte". Me sentí orgulloso de la comparación porque considero a Pérez-Reverte muy buen novelista.
En uno de sus artículos semanales contó hace cinco o seis años que mientras paseaba por el barrio de las letras de Madrid, una maestra que guiaba a un grupo de quinceañeros delante de la casa de Cervantes le reconoció y pidió que contase a sus alumnos alguna anécdota sobre los escritores del Siglo de Oro. A Arturo le salió de las entrañas la condición de reportero y, como si hiciera una entradilla para el Telediario, empezó diciéndoles: "Se odiaban a muerte". Sorpresa de los muchachos. "Eran tan españoles que no podían verse unos a otros. Se envidiaban los éxitos, la fama y el dinero", les explicó.
Él tiene también bastantes enemigos que pretenden amargarle la vida por el moderno procedimiento del ninguneo mediático, pero no necesita al capitán Alatriste para defenderse. Le basta y le sobra su talento. Yo no odio al autor de la saga Alatriste o El asedio, entre un montón de estupendas novelas. Al contrario, le admiro y le aplaudo. Y eso que comparto con él una condición que suele incrementar la envidia del español medio ante los éxitos ajenos: fuimos colegas de oficio y de medio informativo. Ejercí la redacción de mesa y de calle, el reporterismo local y el de enviado especial al extranjero durante treinta y siete años en RTVE, donde a él y a mí, aunque en lugares distintos, nos putearon a modo los mismos tipejos de la peor ralea.
Como es lógico, para él soy un escritor insignificante; como lo soy ante otros ilustres novelistas a los que conocí en persona, como Camilo José Cela, Torrente Ballester, Fernando Díaz Plaja, José María Gironella, Alberto Vázquez Figueroa, Dominique Lapierre y Frederick Forsyth. Rematando la anécdota de Reverte, son de los que han triunfado en vida y disfrutan o disfrutaron de buenas compensaciones, a diferencia de Cervantes, al que enterraron "tan fracasado y pobre que ni siquiera se conservan sus huesos".
Comparado con cualquiera de ellos no me como un rosco en materia de derechos de autor, pero al menos he obtenido cierto reconocimiento en forma de premios literarios. Y un sorprendente honor: que la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros incluyera un librito mío en su colección no venal de cortesía. Digo honor porque esa colección está compuesta por obras de los siguientes autores: Alfonso X El Sabio, Pedro Antonio de Alarcón, Azorín, Gustavo Adolfo Bécker, Jacinto Benavente, Rosalía de Castro, Luis Cortés, Denis Diderot, Esopo, Serafín Estébanez Calderón, Francisco Garrote, Ramón Gómez de la Serna, Gonzalo Fernández de Oviedo, Fray Luis de León, Miguel Hernández, Fernando Huarte Morton, Juan Ramón Jiménez, Don Juan Manuel, Silverio Lanza, Larra, Antonio Machado, Elvira Martín, José Javier Muñoz, José Ortega y Gasset, José María de Pereda, José Antonio Pérez-Rioja, Josep Plá, Francisco de Quevedo, Dolores Rico, José Ruiz-Castillo Basala, Santa Teresa de Jesús, Diego de Torres Villarroel, Miguel de Unamuno, Juan Valera, Garcilaso de la Vega, José Zorrilla.
Y puesto a darme autobombo, recojo algunos de los comentarios que sobreEl anzuelo de Bagdad hizo Ricardo Senabre, catedrático y crítico literario bastante hueso, presidente del jurado que premió mi libro: "Una historia de intriga de alto nivel, [...] con una prosa nítida, clara y eficaz. La novela es antes de nada un entretenimiento fabuloso y esta novela busca ese entretenimiento. [?] Entretendrá, divertirá y hará pensar, puesto que cuenta algo mucho más profundo".
Que nadie me envidie. No son sino pequeñas victorias que me van llevando hacia el fracaso final.
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