Como todo el mundo sabe, no existe unanimidad a la hora de decidir quién ha sido el mejor adivino. Siempre habrá quien diga el honor corresponde a Nostradamus, otros afirmarán que a John Dee, algún ignorante apostará por Cagliostro y los más fantasiosos, tal vez, propondrán la candidatura del conde de Saint Germain. Yo demostraré que hubo uno superior a todos ellos: un maestro de escuela llamado Guglielmo Morfino, natural de Mesina, en la punta nordeste de Sicilia.
Morfino adivinaba el porvenir con un catalejo encantado que tenía. Solía utilizarlo a la vista de todos y, por lo visto, era un artilugio grueso, largo, de un cobre muy bruñido. No consta que fuera plegable, pero sí que tenía cuatro arandelas que lo rodeaban en su parte media y que cada una de ellas estaba numerada del cero al nueve. Su dueño no tenía más que alinearlas a voluntad para formar un número entre el cuádruple cero ?cero igualmente? y el nueve mil novecientos noventa y nueve. Algunos dicen que esa cifra daba el año que Morfino vería por su catalejo, pero no es así: los dígitos marcaban el número de días que mediaban entre la fecha corriente y el día futuro que el aparato mostraría. Esto daba al adivino veintisiete años como margen de anticipación.
Los días de Guglielmo pasaban parejos y algo rutinarios en aquella Sicilia dieciochesca. Su único deleite ?si exceptuamos el afecto de sus alumnos? era acodarse en una ventana de la escuela y, telescopio mágico en ristre, otear los campos circundantes en sus días venideros. En lo más cruel del invierno, ajustaba las arandelas para admirar los brotes de la primavera; en lo peor de la canícula, se refrescaba viendo la nieve tendida en las colinas.
Y vaticinaba. Mirando por aquel tubo prodigioso predecía, por ejemplo, la caída de una vaca por un barranco que quedaba cerca del Hospital Viejo. Los vecinos se levantaban el día señalado y seguían a distancia a la res, cruzando apuestas. Efectivamente, la vaca se despeñaba. Otro día, el catalejo daba pedrisco para el viernes a las cinco y cuarto. Y el pedrisco caía. Y llegaba un correo del rey, y no regresaba a puerto una chalupa y se moría el cura inesperadamente. Las crónicas no mencionan un solo error de Morfino.
El bueno de Guglielmo, pese a su poder, no prosperaba. Los sicilianos ?que son como son? no sacaban provecho de sus predicciones, así que no las agradecían. Si el adivino llegaba a la Plaza de la Verdura anunciando incendio para el martes, las viejas se santiguaban, los mozos se burlaban y los niños hacían artillería de guijarros y berzas podridas. Hasta hubo vecinos que subieron a la escuela para pedir daños y perjuicios por la vaca herida o por la fruta macada el día del pedrisco. Morfino, cobarde como era, pagaba. Para colmo de males, se obsesionó con que alguien se metía en su casa de noche y le rompía el telescopio, por lo que empezó a acostarse abrazado al cachivache. El catalejo le daba frío por mucho que lo envolviera, así que Guglielmo comenzó a dormir poco y mal, y su salud fue mermando. A veces pensaba en abandonar Mesina, pero estaba hecho a su paisaje presente y futuro. Además, él sabía que un hermoso porvenir aguardaba al lugar. Con su artilugio encantado había visto nuevos palacios en la villa, grandes casonas en las colinas y modernos canales irrigando campos más amplios, más verdes y generosos. A Mesina le esperaba, a la vuelta de unos años, la gloria.
Morfino cuenta en sus cartas, y esto es lo bonito del asunto, que una mañana de agosto vio por el catalejo al señor Piacenza, panadero y cuñado ?por más señas? del dueño de la vaca despeñada. Piacenza saltaba de alegría. Venía cantando por el camino Viejo siete días en el futuro, y en sus manos agitaba un gran billete de lotería. El maestro agudizó el ojo y pudo distinguir el número. Cogió sombrero y bastón, metió el catalejo bajo el abrigo y, sin afeitarse, caminó hacia el puerto. Allí estaba el ciego que vendía los boletos. El número de Piacenza aún no se había vendido.
Siete días después, Guglielmo Morfino era rico. Con el pagaré en sus manos, mudó el parecer y decidió no esperar más: abandonaría aquella isla ingrata y se mudaría a Roma. Allí podría relacionarse con gentes cultivadas y aumentaría fortuna y fama con sus atinados augurios. Ya se veía telescopio en ristre en una ventana del palazzo Barberini, que conocía por un grabado. Tal vez hasta encontrara esposa. Escribió una carta al ministro explicando que dejaba la escuela. Que lo sentía, más que nada, por los niños. Que lamentaba que no hubiera más colegios en la villa y que dejaba la cosa en manos de las autoridades. ¡Bien sabía Guglielmo que no harían nada! Entregó la carta a su nuevo criado y lo envió a la posta, que era día de correo real.
?No es cosa mía ?se dijo. Y, para despedirse, se acodó una última vez en la ventana para ver su querida Mesina del futuro. Y sus ojos se abrieron como nunca lo habían hecho y su mentón cayó hasta dar contra el pecho. ¿Dónde estaban los fértiles campos del mañana? ¿Qué se había hecho de los canales, del puerto nuevo, de las casonas y los palacios? ¿Por qué estaban los jardines mustios y el puente medio caído? ¿Por qué el glorioso futuro de Mesina se había vuelto ceniciento y gris?
Cuando Morfino comprendió lo que había pasado, no supo si rezar o correr. Afortunadamente optó por lo segundo y pudo alcanzar al criado justo cuando iba a entregar la carta a los correos del rey. Allí mismo, en el puerto, la rompió en mil pedazos y, sin descansar, volvió trotando a la escuela y miró de nuevo por el telescopio mágico. Suspiró aliviado: todo había vuelto a su sitio. Mesina había recuperado su glorioso porvenir.
Guglielmo Morfino gastó hasta el último de sus ducados en fundar escuelas en Sicilia. Compraba una casa, contrataba un maestro y miraba por el catalejo. Normalmente sonreía complacido.
Se dice que, cuando gastó todo el dinero de la lotería, Guglielmo vendió el catalejo a un mago inglés y, con las ganancias, continuó abriendo aulas. Se ve que, en lo tocante a esa cuestión, no le hacía falta adivinar nada más.
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