Se acostumbra uno a todo, incluso a lo malo, pero es peor acostumbrarse a lo bueno, porque no lo valoramos. Eso nos pasa con las piedras, venerables piedras en otros tiempos, peñazo de peñas en la actualidad. En Salamanca tenemos muchas y buenas e históricas piedras, pero ¿a quién le interesan? Alguna vez propuse a un grupo de adultos salmantinos visitar San Esteban, Jeronimus, la Universidad y personas de cuarenta y más años decían a la salida: 'hay que ver, toda la vida aquí y no teníamos ni idea; lo que nos hemos perdido. ¿Cuándo organizamos otra visita?
El asombro está en el origen de la sabiduría, de la filosofía y, desde luego, de la religión. Para asombrarse hay que tener alma de niño, dejarse abordar por la novedad, estar dispuesto a dejarse poseer por lo que es distinto de mí, nuevo para mí por tanto, aunque tenga casi mil años, como "mi" iglesia de San Martín. Nuestra relación con la realidad que nos rodea es cada vez más virtual; la cosa debe venir de los tiempos modernos, más antiguos que los de Charlot por cierto, que nos hicieron descubrir que la verdad es, ante todo, lo que está en mi mente. Y, si está en mi mente, ¿por qué no adaptar la realidad a mi mente? Cambiar la realidad, dominar y explotar la Naturaleza, domeñar el alma de las masas es una pretensión moderna que conduce a la formación de burbujas ideológicas que, antes que después, estallan y nos arruinan. Ahora, la burbuja que está inflándose es la tecnológica, nueva por más señas. Materiales nuevos, programas nuevos, aplicaciones novedosas de dudosa utilidad para todo y para lo contrario; todo ello, en envoltorio ?carcasa- "de diseño", que es la versión popularizada y minimalista del arte. Cuando estalle la burbuja tecnológica ¿qué nos quedará?
La humanidad ha aprendido siempre de los fracasos, que sirven para discernir las piezas valiosas de la ganga, pero me temo que esta vez la restauración de las ruinas del alma será, como siempre ha sido, costosa y larga. Y mientras tanto, a varias generaciones se les habrá pasado el arroz de asombrarse ante la iglesia de San Martín, por poner sólo el ejemplo que tengo más cerca. Y es una pena, porque cuanto más tarden las nuevas generaciones en asombrarse ante la belleza secular de estas piedras románicas, más tardará la Junta ?o quien corresponda- en aportar el dinero necesario, prometido y adjudicado, pero nunca concedido, para devolverle el esplendor primitivo, facilitando así un poco la experiencia del asombro. A fin de cuentas, el asombro también debe rendir tributo ante las urnas.