El otro día íbamos mi mujer Eva y yo, por enésima vez, a arreglar el coche a una de esas grandes superficies de mecánica rápida que, aparte de estar a veinte leguas de cualquier punto de la civilización, tiene ese olor a coche nuevo que a mí tanto me marea. La cola que había en la recepción era más larga que la del diablo y, para más "INRI", el compañero forzoso de fila desprendía un hedor pestilente de meses sin ducharse. Cuando por fin nos dicen el estado del "paciente", la noticia no podía ser peor, el coche sólo necesita un cambio de filtros pero la espera es de una hora. Es justo el tiempo en el que no te puedes pedir un taxi ya que, en lo que vas y vuelves, ha llegado la hora "H" y, esperar en ese lugar tan confortable, resultaría una tortura hasta para el mismísimo Job. Así que, ni cortos ni perezosos, decidimos dar un paseo por los alrededores. Anduvimos por una carretera que creíamos nos llevaba al lugar más civilizado de todos: un Bar. La sorpresa fue mayúscula cuando, al llegar a una rotonda, todas sus entradas estaban cortadas por bloques de hormigón. Una estampa extraña: cuatro carreteras que confluían en una rotonda en la que no se podía transitar. -¿Qué cosa más rara, no? ¿a qué se deberá?, me preguntó Eva. Yo, tan sorprendido como ella, le dije que podía ser perfectamente que en un momento determinado se cortara por alguna razón cualquiera y la contraorden se traspapelara quedando así "per secula seculorum". Ante la incrédula risotada de mi parienta, le conté una historia (más que nada por amenizar la travesía). Una historia real que ocurrió en un cuartel militar español hace muchos años y que me permito contársela a ustedes.
Como digo, en un cuartel militar se acababa de pintar un banco de color verde, claro. Para que nadie se sentara, un capitán ordenó a un soldado que estuviese haciendo guardia en dicho escaño. Ese mismo día trasladaron al oficial a otro destino.
Varios años después, el capitán, convertido en coronel, regresó al cuartel. Para bien comandarlo, pidió a su subordinado que le entregase las guardias y, después de examinarlas puesto por puesto, se dio cuenta de que uno no cuadraba ya que no defendía ningún punto del cuartel; así que pidió explicaciones a su ayudante. El teniente no pudo por menos de decirle: -Mi coronel, no sé exactamente por qué, pero llevamos más de quince años montando un punto de guardia al lado de ese banco verde.
Con esto pretendo decirles que, gracias a la burocracia y a la falta de interés, no se sorprendan si algún día ven que sale una plaza funcionarial para vigilar un banco verde.
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